La mayoría de las grandes religiones y filosofías han puesto de relieve
la importancia del desarrollo de la mente, mas ninguna lo ha hecho tan a fondo
como el budismo, donde esta actividad no sólo ocupa un primer lugar entre los
quehaceres del discípulo estudioso, sino que forma parte integrante de la vida
cotidiana del más humilde de los seguidores del Gran Iluminado. Tal actitud
es de sentido común, pues no cabe duda de que sólo en una mente del todo
desarrollada y purificada pueden apagarse las llamas de la ira, la
concupiscencia y la ilusión, y sólo en ella también puede eliminarse la causa
del dolor. El sistema conocido en Occidente por el nombre de budismo se basa
en la suprema Iluminación lograda por el Buda a través de la meditación.
¿Cómo podremos alcanzarla nosotros, si no es siguiendo un idéntico camino?.
Para apreciar la importancia de la meditación en el budismo, basta con
detenerse a considerar las expresiones que, en cierto modo, compendian las
doctrinas del Maestro. Por ejemplo, «Dana, Sila, Bhavana», se cita a menudo
como uno de esos resúmenes. En orden de importancia ascendente, viene
primero dana, la caridad universal; luego sila, la estricta moralidad; y en
tercer lugar bhavana, el desarrollo de la mente. Otro ejemplo lo constituyen
estas palabras: «Cesa de hacer el mal, aprende a obrar el bien, purifica tu
propio corazón; tal es la religión de los budas».
Nótese que, una vez bien
asentados los principios éticos, la «purificación del corazón» es la etapa
siguiente hasta la Meta. Es verdad que de alguna manera las distintas etapas
deben recorrerse simultáneamente. No es necesario haber alcanzado la
perfección ética para ponerse a meditar, ya que sólo la meditación puede
proporcionar la sabiduría y fuerza indispensables para dedicarse a la propia
purificación. Pero, por otra parte, conviene dar esos diversos pasos en el orden
señalado por Buda, pues no es posible cosechar plenamente los frutos de la
meditación sin haber antes superado las etapas preliminares.
Todo esto se aplica en particular al compendio del modo de vida
budista, aún más famoso que los citados, que ya de antiguo se denomina «La
Noble Senda Óctuple». Los ocho «miembros» o «ramificaciones» de esta
Senda suelen presentarse con frecuencia reunidos en tres grandes grupos. He
aquí su esquema:
Como puede verse, la meditación, término que engloba las tres últimas
«ramas» de la Senda, no es sólo una parte integrante del budismo, sino el
verdadero punto cumbre de sus doctrinas, preceptos y prácticas. Únicamente
por su medio es posible alcanzar la perfección y, tras paciente labor, llegar a
rasgar el velo final para que brille definitivamente en nuestro interior la luz del
Buda. En suma, el campo propio del desarrollo mental se extiende entre un
hombre de cultura media y su ulterior evolución espiritual, haciendo de puente
entre la perfección meramente mundana, por dorados que sean los grilletes del
samsara, y el mundo interno de la Realidad, donde, en los umbrales del
Nirvana, el hombre contempla por vez primera el auténtico rostro de la ilusión
que dejó atrás.
La importancia de una motivación recta
«Prepárate, porque tendrás que viajar solo. El Maestro no puede sino
indicarte el camino».
Purificar el corazón no es tarea fácil, y el camino por
recorrer para lograrlo es, como lo indican estas palabras de La voz del
silencio, largo y solitario. Por fuerza ha de ser un camino arduo, pues es
preciso domeñar los caballos desbocados de la mente, descubrir y eliminar las
faltas más menudas. En esa Vía hay peligros, y hay quienes sucumben a ellos.
W. Q. Judge escribe en Culture and Concentration: «Es necesario recorrer
inmensos campos de investigación y experiencia, afrontar peligros
insospechados y fuerzas desconocidas; todo debe superarse, porque en esta
batalla no se pide ni concede cuartel». El premio, no obstante, vale la pena:
liberarse de la tiranía de las ataduras terrenas y. con un alma que «presta oídos
a cada grito de dolor, como el loto que abre su corazón para beber el sol de la
mañana», unirse a esa invisible Hermandad cuya sabiduría espiritual forma un
muro protector en torno de los hombres. Sólo con este motivo, por vaga que
sea la manera en que lo formule nuestro espíritu, es prudente abordar la
práctica del desarrollo mental.
El conocimiento y el poder que éste confiere
constituyen una fuerza neutra, que se convierte en buena o mala según el uso
que de ella se haga. Empleada rectamente, es un ancho sendero hacia la
perfección; pervertida, puede llegar a transformarse en un infierno que supera
todo lo humanamente imaginable. Entre ambos extremos, la pura
benevolencia y el egoísmo absoluto, se da una variada gama de motivaciones
que, tarde o temprano, deberán erradicarse de la mente: el deseo de adquirir
una superioridad sobre los demás, ya en la propia estima, ya en la competencia
objetiva de los asuntos terrenales; el ansia de huir de la monotonía del deber
diario o, con más frecuencia entre las mujeres, aliviar el tedio de una
existencia sin ideales; o también el afán de emprender alguna nueva «hazaña»
con la que divertirse y divertir a otros amigos tan hueros como uno mismo.
Todos éstos son modos diversos de prostituir una facultad sagrada, cuyo abuso
es la esencia de la magia negra y un gran paso en el camino hacia la muerte
espiritual. Sólo hay un motivo recto para el desarrollo de la mente: la
inteligencia de la naturaleza y finalidad de la evolución del hombre, junto con
la voluntad de acelerar esa evolución, para que toda vida alcance cuanto antes
la Luz.
Así pues, que cada estudiante haga aquí una pausa y reflexione bien
antes de embarcarse en esta ciencia suprema, esta etapa final de la ascensión
hacia la Meta. Que se cerciore igualmente, antes de lanzarse en pos de lo
Inmutable, de que ya no le interesa un mundo veleidoso y sólo ansia renegar
de las zozobras del pasado para encontrarse cara a cara con la Realidad.
Algunos llegan a esta encrucijada impelidos por un conocimiento demasiado
íntimo de la verdad del dolor; a otros les mueve una comprensión intelectual
del carácter ilusorio de los fenómenos y el deseo de descubrir el Noúmeno que
se oculta tras ellos; a otros, finalmente, los arrastra la llamada apremiante de la
pura compasión, el anhelo de dedicar sus vidas a reducir en lo poco que
puedan ese «inmenso mar de aflicción que forman las lágrimas de los
hombres».
Únicamente los últimos pueden estar seguros de internarse en la
Vía por el motivo recto, pues sólo ellos, en quienes la blanca llama de la
compasión arde sin riesgo de extinguirse, están en grado de apreciar que
«vivir en beneficio de la humanidad es el primer paso», y por eso en todo tiempo prestan oídos a la voz de la Compasión que les susurra: «¿Acaso puede
haber bienaventuranza cuando todo lo que vive sufre?. ¿Podrás salvarte
oyendo el llanto del mundo entero?».
Una vez emprendida la Vía no hay componenda posible. Una vez que
nuestras plantas han hollado la senda que conduce a la Iluminación, los apegos
mundanos quedan atrás. Moverse demasiado de prisa implica intensificar
indebidamente la fuerza de los atractivos a que hemos renunciado. Por tanto,
antes de emprender el viaje, procuremos que nuestra mente y nuestro corazón
sean sinceros en sus aspiraciones y, sobre todo, que sus motivos sean puros.
Según el testimonio de quienes la practican, la meditación tiende a romper las
cadenas del sufrimiento elevando nuestra conciencia a un nivel en el que
ningún dolor puede ya hacernos mella. Más no es éste el motivo que ha de
llevarnos a la Meta.
Escoge la Vía por sí misma, antes de entrar en la vida. La
motivación recta es siempre impersonal; impersonal es también la aplicación
de la voluntad a eliminar todo dolor, sin pensar más de lo debido en el propio.
El motivo recto es un esfuerzo por descubrir en cada forma de vida esa
«Esencia de la mente» que, como indica el sutra de Hui-neng, «es
intrínsecamente pura». «La Luz está dentro de ti — decían los hierofantes
egipcios —, deja que la Luz brille». Hacer que aflore este conocimiento en
todas las formas de vida y mostrar el camino para lograrlo es el fin que se
proponen todos cuantos siguen los pasos del Gran Compasivo.
Autodesarrollo y servicio
No nos dejemos engañar por la falsa antítesis que resulta de la
vinculación de estos dos términos: autodesarrollo y servicio, los ideales
respectivos del arhat y el bodhisattva. Por un lado, nadie puede servir a los
demás sin haber antes dominado de alguna manera sus propios instrumentos;
por otro, todo autodesarrollo y purificación serán vanos mientras subsista en
nosotros un solo pensamiento egocéntrico. Una vez más, el auténtico sabio
camina por la Vía Media, ya que su existencia es un feliz alternar entre
introversión y extraversión, entre vida subjetiva de meditación y vida objetiva
de servicio. En éste, lo subjetivo se libera, y no obstante el servicio pierde su
valor si no lo actúa una inteligencia iluminada por la meditación.
Meditación y oración
La mayoría de los occidentales han nacido y se han educado en el cristianismo, que durante la infancia les inculcó la práctica de la oración. Esta
palabra tiene muchos significados, distintos según el desarrollo espiritual de
cada individuo, pero su esencia, salvo en el verdadero místico, es siempre
súplica a un Ser o Poder exterior. La meditación carece de ese elemento de
importunidad, de instancia para recabar lo que uno no posee. La plegaria, en el
mejor de los casos, traduce un anhelo del corazón; la meditación, por su parte,
endereza el rumbo de la mente, suscitando así el conocimiento que nos
permite adquirir lo que deseamos con intención pura. El que medita no precisa
de guía, porque sabe que una mente limpia puede recurrir a la Sabiduría que
mora en su interior; ni ambiciona virtudes, que por lo demás le vendrán con la
meditación misma; ni tampoco intercede por otros, consciente de que sin
ayuda de nadie será capaz de asistirlos en la medida en que lo permita el
karma de cada uno. En suma, la oración eleva el espíritu, y su mejor resultado
es el Místico; la meditación, con el juicioso servicio que la acompaña,
producen al Sabio. Hay un punto, sin embargo, en que ambos métodos
confluyen. Si por oración entendemos «un elevarse al nivel de lo Eterno», o
incluso, si su anhelo es impersonal, «sincero deseo del alma, expreso o tácito»,
deja entonces de ser oración en el sentido ordinario de la palabra y asciende al
plano de la meditación. Lo que distingue entrambos niveles es el elemento de
súplica a un poder externo, ajeno a una unión consciente con el Dios interno.
La naturaleza del Yo
«Conócete a ti mismo», decía el oráculo de Delfos. El camino de la
meditación es el camino del conocimiento, y el fin de todo conocimiento
verdadero es encontrar el Yo dentro de nosotros e identificarnos con él. Por
eso reviste una extrema importancia llegar a conocer de algún modo la
naturaleza del Yo y sus formas, si de veras queremos entender los fines e
introducirnos en la técnica de la meditación. El análisis más sencillo del Yo es
el de san Pablo, que distingue entre «cuerpo», «alma» y «espíritu».
El primero sirve de receptáculo a nuestra compleja personalidad; la
segunda constituye todo aquello que consideramos como el Yo superior; en
cuanto al «espíritu», podría muy bien ser lo que el Buda llamaba el «Nonacido,
No-originado, No-creado y No-formado». Estos nombres carecen de
validez intrínseca, sólo son «maneras de hablar, definiciones de uso
corriente», como decía el propio Buda al exponer su doctrina del Yo a
Potthapada, el mendicante.Aquello de lo que las demás cosas son «vehículos» o formas. Es muy fácil
pensar en el hombre como en algo que tiene alma o espíritu, pero en realidad
cada hombre, cada forma de vida, es por esencia una chispa de gran Llama,
«un fragmento del Indiviso, arropado en las prendas de la ilusión». De ahí la
riqueza de las analogías y símbolos empleados para describir la evolución (la
palabra en sí misma significa «desenvolvimiento») como revelación de un
esplendor ya existente, un descorrerse de los velos que encubren la Realidad.
No sin razón resume el Oriente toda su sabiduría en la frase: «Hazte lo que
eres».
Este Espíritu no es mero atributo.
Conocido en la India por el nombre
de atman, es nuestra esencia misma, pero sólo en su carácter de aspecto
indivisible de ese Todo innominado que ningún individuo puede reivindicar
como exclusivamente suyo. Tal es el fundamento de la doctrina budista del
anatta, el «no atta» (atman), encaminada a disipar la ilusión de que pueda
haber algún principio permanente en el hombre, de que entre a formar parte de
su composición un solo atributo que lo distinga eternamente de otras formas
de vida.
En suma, el Espíritu, como el Nirvana, ES. Y cada forma de vida,
superior o inferior, no es sino manifestación cambiadiza del eterno
Inmanifestado. El Uno, sin embargo, se hace patente en lo Plural, y cada
chispa de la Llama se rodea de varias envolturas o cuerpos de creciente
densidad. El más tenue de los velos es buddhi, sede de la intuición, que junto
con manas, la mente, constituye lo que puede llamarse el «Yo superior», en
contraste con la complicada personalidad cuyo ropaje final es el cuerpo
exterior de barro.
Cada uno de estos cuerpos posee una vida y forma propias, que hacen
un todo complejo, un Universo en miniatura y, por ende, la clave de toda
Sabiduría aún latente. Por desgracia para nosotros, los deseos de estos
«vehículos» son a menudo, en las primeras etapas de la evolución,
incompatibles entre sí e invariablemente contrarios a los intereses del Yo. El
cuerpo es presa de sus groseros instintos físicos; la naturaleza emotiva o
pasional anhela una intensa vibración que la estimule; la mente racional, el
entendimiento, reclama a su vez el alimento que le es propio y, como potro sin
domar, se encabrita ante cualquier tentativa de sujeción. Esta personalidad
compleja, skandha en la terminología budista, libra una batalla perenne con el
Yo superior por el dominio del conjunto, pero hasta que los «vehículos»
superiores no triunfen definitivamente, el Yo total, lento en evolucionar, será
incapaz de consumar su destino y «contundir la gota en el Océano, el Océano en la gota».
La mayoría de los hombres se dejan de tal suerte absorber por las
instancias egoístas de su personalidad inferior, que han acabado ciegos a toda
perspectiva de aquella Edad de Oro de la perfección espiritual a la que están
llamados a regresar, y en ellos ni siquiera asoma todavía el sentimiento de una
dualidad en pugna, de una incesante contienda interior.
Pero, tarde o
temprano, la lucha se entablará y proseguirá hasta su conclusión en ese campo
de batalla que es el corazón humano. Tal es la guerra que se describe en el
Bhagavadgita, y también el punto de confluencia de la mayor parte de los
poemas, leyendas, mitos y alegorías que recuerdan al hombre su herencia
espiritual. Quienes no desean combatir deben esperar a que nazca en ellos el
valor. Como escribía en cierta ocasión el Maestro M. a A. P. Sinnet, «la vida
discurre entre multitud de conflictos y pruebas, pero quien nada hace por
superarlos no puede aspirar a obtener victorias». Ninguna otra cosa es tan
apasionante, ninguna otra tiene un valor tan decisivo, porque, como lo
proclama el texto del Dhammapada, «por más que uno triunfe mil veces
contra mil hombres, quien se conquista a sí mismo es el mejor guerrero».
Paradójicamente, el Yo no combate en esa batalla. Ya lo dice La voz del
silencio: «Las ramas del árbol son agitadas por el viento, mas el tronco
permanece inmóvil». Cuando toda nuestra fuerza de voluntad se endereza
hacia fines altruistas, los inquietos vehículos inferiores van poco a poco
alineándose, hasta permitir, de lo más alto a lo más bajo, un flujo
ininterrumpido de Vida, que hace del hombre foco de luz para el mundo,
fuente de espiritualidad para todo el género humano. Crear esta línea perfecta
es uno de los objetivos de la meditación.
Ahora bien, la conciencia puede funcionar en cualquier nivel donde
disponga de un instrumento. La mayor parte de los hombres viven en el plano
de sus emociones o, a lo sumo, de su mente inferior. Por la meditación se
eleva el nivel de la conciencia, que alcanza primero la mente superior, sede de
los pensamientos e ideales abstractos, y luego, en ráfagas de satori, como lo
llama el budismo Zen, paulatinamente remplazadas por un estado continuo, el
plano de la intuición o Conocimiento Puro, donde la reflexión no es ya
necesaria y donde el cognoscente se identifica con lo que conoce, formando
un solo todo. Desde este punto de vista, la técnica de la meditación podría
llamarse cultivo de la conciencia.
El terna del Yo volverá inevitablemente a surgir a lo largo de estas
páginas, pero lo dicho hasta aquí basta para servir de base a la instrucción
práctica que vendrá después. Aplicando la ley de la analogía, «como arriba, abajo», el estudiante comprenderá cada vez mejor la índole de su propio ser,
lo que le permitirá controlar con más facilidad los vehículos inferiores. Ha de
cuidar, no obstante, de que un excesivo estudio no le lleve a una actitud
mental egocéntrica. Como se dice en La luz de la Senda, el verdadero motivo
para tratar de conocerse a sí mismo se relaciona con el conocimiento, y no con
el Yo. «El conocimiento de sí merece buscarse por ser conocimiento, y no por
pertenecer al Yo».
De cara a esas tres divisiones, debemos comenzar nuestra reflexión por Aquello de lo que las demás cosas son «vehículos» o formas. Es muy fácil
pensar en el hombre como en algo que tiene alma o espíritu, pero en realidad
cada hombre, cada forma de vida, es por esencia una chispa de gran Llama,
«un fragmento del Indiviso, arropado en las prendas de la ilusión». De ahí la
riqueza de las analogías y símbolos empleados para describir la evolución (la
palabra en sí misma significa «desenvolvimiento») como revelación de un
esplendor ya existente, un descorrerse de los velos que encubren la Realidad.
No sin razón resume el Oriente toda su sabiduría en la frase: «Hazte lo que
eres».
Este Espíritu no es mero atributo.
Conocido en la India por el nombre
de atman, es nuestra esencia misma, pero sólo en su carácter de aspecto
indivisible de ese Todo innominado que ningún individuo puede reivindicar
como exclusivamente suyo. Tal es el fundamento de la doctrina budista del
anatta, el «no atta» (atman), encaminada a disipar la ilusión de que pueda
haber algún principio permanente en el hombre, de que entre a formar parte de
su composición un solo atributo que lo distinga eternamente de otras formas
de vida.
En suma, el Espíritu, como el Nirvana, ES. Y cada forma de vida,
superior o inferior, no es sino manifestación cambiadiza del eterno
Inmanifestado. El Uno, sin embargo, se hace patente en lo Plural, y cada
chispa de la Llama se rodea de varias envolturas o cuerpos de creciente
densidad. El más tenue de los velos es buddhi, sede de la intuición, que junto
con manas, la mente, constituye lo que puede llamarse el «Yo superior», en
contraste con la complicada personalidad cuyo ropaje final es el cuerpo
exterior de barro.
Cada uno de estos cuerpos posee una vida y forma propias, que hacen
un todo complejo, un Universo en miniatura y, por ende, la clave de toda
Sabiduría aún latente. Por desgracia para nosotros, los deseos de estos
«vehículos» son a menudo, en las primeras etapas de la evolución,
incompatibles entre sí e invariablemente contrarios a los intereses del Yo.
El
cuerpo es presa de sus groseros instintos físicos; la naturaleza emotiva o
pasional anhela una intensa vibración que la estimule; la mente racional, el
entendimiento, reclama a su vez el alimento que le es propio y, como potro sin
domar, se encabrita ante cualquier tentativa de sujeción. Esta personalidad
compleja, skandha en la terminología budista, libra una batalla perenne con el
Yo superior por el dominio del conjunto, pero hasta que los «vehículos»
superiores no triunfen definitivamente, el Yo total, lento en evolucionar, será
incapaz de consumar su destino y «contundir la gota en el Océano, el Océano
en la gota».
La mayoría de los hombres se dejan de tal suerte absorber por las
instancias egoístas de su personalidad inferior, que han acabado ciegos a toda
perspectiva de aquella Edad de Oro de la perfección espiritual a la que están
llamados a regresar, y en ellos ni siquiera asoma todavía el sentimiento de una
dualidad en pugna, de una incesante contienda interior. Pero, tarde o
temprano, la lucha se entablará y proseguirá hasta su conclusión en ese campo
de batalla que es el corazón humano. Tal es la guerra que se describe en el
Bhagavadgita, y también el punto de confluencia de la mayor parte de los
poemas, leyendas, mitos y alegorías que recuerdan al hombre su herencia
espiritual. Quienes no desean combatir deben esperar a que nazca en ellos el
valor. Como escribía en cierta ocasión el Maestro M. a A. P. Sinnet, «la vida
discurre entre multitud de conflictos y pruebas, pero quien nada hace por
superarlos no puede aspirar a obtener victorias». Ninguna otra cosa es tan
apasionante, ninguna otra tiene un valor tan decisivo, porque, como lo
proclama el texto del Dhammapada, «por más que uno triunfe mil veces
contra mil hombres, quien se conquista a sí mismo es el mejor guerrero».
Paradójicamente, el Yo no combate en esa batalla.
Ya lo dice La voz del
silencio: «Las ramas del árbol son agitadas por el viento, mas el tronco
permanece inmóvil». Cuando toda nuestra fuerza de voluntad se endereza
hacia fines altruistas, los inquietos vehículos inferiores van poco a poco
alineándose, hasta permitir, de lo más alto a lo más bajo, un flujo
ininterrumpido de Vida, que hace del hombre foco de luz para el mundo,
fuente de espiritualidad para todo el género humano. Crear esta línea perfecta
es uno de los objetivos de la meditación.
Ahora bien, la conciencia puede funcionar en cualquier nivel donde
disponga de un instrumento. La mayor parte de los hombres viven en el plano
de sus emociones o, a lo sumo, de su mente inferior. Por la meditación se
eleva el nivel de la conciencia, que alcanza primero la mente superior, sede de
los pensamientos e ideales abstractos, y luego, en ráfagas de satori, como lo
llama el budismo Zen, paulatinamente remplazadas por un estado continuo, el
plano de la intuición o Conocimiento Puro, donde la reflexión no es ya
necesaria y donde el cognoscente se identifica con lo que conoce, formando
un solo todo.
Desde este punto de vista, la técnica de la meditación podría
llamarse cultivo de la conciencia.
El terna del Yo volverá inevitablemente a surgir a lo largo de estas
páginas, pero lo dicho hasta aquí basta para servir de base a la instrucción
práctica que vendrá después. Aplicando la ley de la analogía, «como arriba, abajo», el estudiante comprenderá cada vez mejor la índole de su propio ser,
lo que le permitirá controlar con más facilidad los vehículos inferiores. Ha de
cuidar, no obstante, de que un excesivo estudio no le lleve a una actitud
mental egocéntrica. Como se dice en La luz de la Senda, el verdadero motivo
para tratar de conocerse a sí mismo se relaciona con el conocimiento, y no con
el Yo. «El conocimiento de sí merece buscarse por ser conocimiento, y no por
pertenecer al Yo».
El poder del pensamiento
El mundo occidental no es todavía consciente del poder que anida en el
pensamiento. Aunque no se le oculta el influjo de las «fuertes»
personalidades, de los lemas publicitarios o políticos que sugestionan a las
masas, e incluso del «ambiente» que se respira en ciertos lugares, sólo unos
pocos psicólogos de vanguardia han sabido apreciar en su justo valor el poder
del pensamiento sobre la salud y el carácter. Sin embargo, ¿cuántos de ellos
han llegado a una plena aceptación intelectual y, más aún. a la convicción
práctica de lo que afirma el primer versículo del Dhammapada: «Todo cuanto
somos es fruto de nuestro pensar, se cimenta en nuestros pensamientos, consta
de nuestros pensamientos»?. ¿Y cuántos han orientado en consecuencia las
velas de su navío?.
Nada hay más cierto. Todo cuanto somos y hacemos es el resultado de
nuestro pensar, y cualquier acción, buena o mala, no es otra cosa que un
pensamiento cristalizado. Ningún acto voluntario puede realizarse sin una
moción previa de la mente, por «instantáneo» que sea.
Desde levantar un pie
hasta trazar el plano de Nueva Delhi, cada uno de nuestros actos existe en la
mente en forma de pensamiento antes de aparecer como acto.
Nuestra conducta, pues, resulta de nuestros procesos mentales, de lo que
somos; mas lo que somos en un momento dado depende de lo que hicimos
anteriormente. El pensamiento, por tanto, no sólo determina lo que hacemos,
sino lo que somos, ya demos a ese puñado de cualidades el nombre de
«carácter», «alma» o karma.
La filosofía budista ha enseñado siempre — y poco a poco la ciencia
moderna va dándole la razón — que fuerza y materia son términos
intercambiables. En un extremo de la escala, con todo, la fuerza está tan poco
limitada por la materia que puede imaginarse como fuerza «pura», mientras
que en el otro extremo la materia adquiere tul densidad que nos es lícito
considerarla inmóvil. Entre ambos extremos se dan todos los grados de puridad de fuerza y densidad de materia.
El nivel en que funciona el
pensamiento es superior al más alto nivel que percibe la vista; pero, de por sí,
el pensamiento es una forma material con relación al medio en que se mueve,
aun cuando pueda llamarse fuerza con relación a su origen. Ahora bien, si las
hábiles manos del alfarero son capaces de modelar un trozo de arcilla hasta
reproducir la imagen concebida por el pensamiento, cuánto más el
pensamiento — y en mayor grado aún el pensador entrenado — estará en
condiciones de modelar la tenue materia del pensamiento mismo para darle la
forma que quiera. De ahí el dicho «los pensamientos son cosas», y de ahí
también el significado de la palabra imaginación: «formación de imágenes».
Tales «formas» de pensamiento no sólo existen en la imaginación, sino que
impregnan toda la atmósfera mental del que piensa y pueden ser percibidas
por cualquier persona algo clarividente. El poder de esos pensamientos varía,
por supuesto, según la intensidad con que se han suscitado y según su
repetición. La mayoría se disipan con rapidez; otros permanecen en la mente
donde nacieron, desarrollándose y concretándose más, para bien o para mal.
Un pensamiento de odio contra alguien irá poco a poco creciendo hasta
convertirse en un cáncer en la mente del que lo abriga; un pensamiento de
amor hacia un ser querido y ausente estimulará al que ama a amar cada vez
más. Pero el efecto de estas «formas concretas» de pensamiento no se acaba
en ellas mismas. Así como las ondas radiofónicas se captan siempre que un
receptor se sintoniza en su longitud, así también los pensamientos que brotan
en cada uno de nosotros en cada momento del día se esparcen por el mundo,
influyendo de modo positivo o negativo en otras mentes humanas. Esto
explica ciertos fenómenos de psicología de masas y telepatía, amén del poder
de la sugestión que tan mal se comprende y del que tanto se abusa.
Por otra parte, el semejante atrae y produce su semejante. Los
pensamientos, malos o buenos, arrastrarán consigo y engendrarán otros de su
misma especie. De ahí los fenómenos, según el caso, de «tentación» y
«conversión».
Cuando un hombre acaricia el pensamiento de robar, refuerza
su tendencia al robo; cuando pondera la insensatez de un comportamiento
anterior, fortalece sus propósitos en sentido contrario. Como pensamos, así
llegamos a ser.
El desarrollo de la mente, ya se dirija la meditación hacia afuera o hacia
adentro, es pues un tema digno del mayor interés y de una práctica incesante,
como sus frutos mismos se encargarán de proclamarlo. No negamos que es
tarea ardua, incluso a veces fastidiosa, pero necesaria en definitiva, según lo
confirma el testimonio de todas las épocas. Su recompensa es la desaparición del sufrimiento.
A los ya provectos en el arte de meditar no les serán de mucha utilidad
las páginas que siguen, pero a los que apenas acaban de entrar en la Senda o a
quienes, debatiéndose en la duda, no se deciden a dar el primer paso, les
repetimos lo que decía el Maestro K. H. a A. P. Sinnett: «No tenemos sino una
sola palabra para todos los aspirantes: “Inténtalo”».
Christmas Humphreys