sábado, 29 de junio de 2019

CONCENTRACIÓN Y MEDITACIÓN - INTRODUCCIÓN




La mayoría de las grandes religiones y filosofías han puesto de relieve la importancia del desarrollo de la mente, mas ninguna lo ha hecho tan a fondo como el budismo, donde esta actividad no sólo ocupa un primer lugar entre los quehaceres del discípulo estudioso, sino que forma parte integrante de la vida cotidiana del más humilde de los seguidores del Gran Iluminado. Tal actitud es de sentido común, pues no cabe duda de que sólo en una mente del todo desarrollada y purificada pueden apagarse las llamas de la ira, la concupiscencia y la ilusión, y sólo en ella también puede eliminarse la causa del dolor. El sistema conocido en Occidente por el nombre de budismo se basa en la suprema Iluminación lograda por el Buda a través de la meditación. 

¿Cómo podremos alcanzarla nosotros, si no es siguiendo un idéntico camino?. 

Para apreciar la importancia de la meditación en el budismo, basta con detenerse a considerar las expresiones que, en cierto modo, compendian las doctrinas del Maestro. Por ejemplo, «Dana, Sila, Bhavana», se cita a menudo como uno de esos resúmenes. En orden de importancia ascendente, viene primero dana, la caridad universal; luego sila, la estricta moralidad; y en tercer lugar bhavana, el desarrollo de la mente. Otro ejemplo lo constituyen estas palabras: «Cesa de hacer el mal, aprende a obrar el bien, purifica tu propio corazón; tal es la religión de los budas». 

Nótese que, una vez bien asentados los principios éticos, la «purificación del corazón» es la etapa siguiente hasta la Meta. Es verdad que de alguna manera las distintas etapas deben recorrerse simultáneamente. No es necesario haber alcanzado la perfección ética para ponerse a meditar, ya que sólo la meditación puede proporcionar la sabiduría y fuerza indispensables para dedicarse a la propia purificación. Pero, por otra parte, conviene dar esos diversos pasos en el orden señalado por Buda, pues no es posible cosechar plenamente los frutos de la meditación sin haber antes superado las etapas preliminares. Todo esto se aplica en particular al compendio del modo de vida budista, aún más famoso que los citados, que ya de antiguo se denomina «La Noble Senda Óctuple». Los ocho «miembros» o «ramificaciones» de esta Senda suelen presentarse con frecuencia reunidos en tres grandes grupos. He aquí su esquema:


Como puede verse, la meditación, término que engloba las tres últimas «ramas» de la Senda, no es sólo una parte integrante del budismo, sino el verdadero punto cumbre de sus doctrinas, preceptos y prácticas. Únicamente por su medio es posible alcanzar la perfección y, tras paciente labor, llegar a rasgar el velo final para que brille definitivamente en nuestro interior la luz del Buda. En suma, el campo propio del desarrollo mental se extiende entre un hombre de cultura media y su ulterior evolución espiritual, haciendo de puente entre la perfección meramente mundana, por dorados que sean los grilletes del samsara, y el mundo interno de la Realidad, donde, en los umbrales del Nirvana, el hombre contempla por vez primera el auténtico rostro de la ilusión que dejó atrás. 

  La importancia de una motivación recta 

«Prepárate, porque tendrás que viajar solo. El Maestro no puede sino indicarte el camino». 
Purificar el corazón no es tarea fácil, y el camino por recorrer para lograrlo es, como lo indican estas palabras de La voz del silencio, largo y solitario. Por fuerza ha de ser un camino arduo, pues es preciso domeñar los caballos desbocados de la mente, descubrir y eliminar las faltas más menudas. En esa Vía hay peligros, y hay quienes sucumben a ellos. W. Q. Judge escribe en Culture and Concentration: «Es necesario recorrer inmensos campos de investigación y experiencia, afrontar peligros insospechados y fuerzas desconocidas; todo debe superarse, porque en esta batalla no se pide ni concede cuartel». El premio, no obstante, vale la pena: liberarse de la tiranía de las ataduras terrenas y. con un alma que «presta oídos a cada grito de dolor, como el loto que abre su corazón para beber el sol de la mañana», unirse a esa invisible Hermandad cuya sabiduría espiritual forma un muro protector en torno de los hombres. Sólo con este motivo, por vaga que sea la manera en que lo formule nuestro espíritu, es prudente abordar la práctica del desarrollo mental. 

El conocimiento y el poder que éste confiere constituyen una fuerza neutra, que se convierte en buena o mala según el uso que de ella se haga. Empleada rectamente, es un ancho sendero hacia la perfección; pervertida, puede llegar a transformarse en un infierno que supera todo lo humanamente imaginable. Entre ambos extremos, la pura benevolencia y el egoísmo absoluto, se da una variada gama de motivaciones que, tarde o temprano, deberán erradicarse de la mente: el deseo de adquirir una superioridad sobre los demás, ya en la propia estima, ya en la competencia objetiva de los asuntos terrenales; el ansia de huir de la monotonía del deber diario o, con más frecuencia entre las mujeres, aliviar el tedio de una existencia sin ideales; o también el afán de emprender alguna nueva «hazaña» con la que divertirse y divertir a otros amigos tan hueros como uno mismo. Todos éstos son modos diversos de prostituir una facultad sagrada, cuyo abuso es la esencia de la magia negra y un gran paso en el camino hacia la muerte espiritual. Sólo hay un motivo recto para el desarrollo de la mente: la inteligencia de la naturaleza y finalidad de la evolución del hombre, junto con la voluntad de acelerar esa evolución, para que toda vida alcance cuanto antes la Luz. 

Así pues, que cada estudiante haga aquí una pausa y reflexione bien antes de embarcarse en esta ciencia suprema, esta etapa final de la ascensión hacia la Meta. Que se cerciore igualmente, antes de lanzarse en pos de lo Inmutable, de que ya no le interesa un mundo veleidoso y sólo ansia renegar de las zozobras del pasado para encontrarse cara a cara con la Realidad. Algunos llegan a esta encrucijada impelidos por un conocimiento demasiado íntimo de la verdad del dolor; a otros les mueve una comprensión intelectual del carácter ilusorio de los fenómenos y el deseo de descubrir el Noúmeno que se oculta tras ellos; a otros, finalmente, los arrastra la llamada apremiante de la pura compasión, el anhelo de dedicar sus vidas a reducir en lo poco que puedan ese «inmenso mar de aflicción que forman las lágrimas de los hombres». 

Únicamente los últimos pueden estar seguros de internarse en la Vía por el motivo recto, pues sólo ellos, en quienes la blanca llama de la compasión arde sin riesgo de extinguirse, están en grado de apreciar que «vivir en beneficio de la humanidad es el primer paso», y por eso en todo tiempo prestan oídos a la voz de la Compasión que les susurra: «¿Acaso puede haber bienaventuranza cuando todo lo que vive sufre?. ¿Podrás salvarte oyendo el llanto del mundo entero?». Una vez emprendida la Vía no hay componenda posible. Una vez que nuestras plantas han hollado la senda que conduce a la Iluminación, los apegos mundanos quedan atrás. Moverse demasiado de prisa implica intensificar indebidamente la fuerza de los atractivos a que hemos renunciado. Por tanto, antes de emprender el viaje, procuremos que nuestra mente y nuestro corazón sean sinceros en sus aspiraciones y, sobre todo, que sus motivos sean puros. Según el testimonio de quienes la practican, la meditación tiende a romper las cadenas del sufrimiento elevando nuestra conciencia a un nivel en el que ningún dolor puede ya hacernos mella. Más no es éste el motivo que ha de llevarnos a la Meta. 

Escoge la Vía por sí misma, antes de entrar en la vida. La motivación recta es siempre impersonal; impersonal es también la aplicación de la voluntad a eliminar todo dolor, sin pensar más de lo debido en el propio. El motivo recto es un esfuerzo por descubrir en cada forma de vida esa «Esencia de la mente» que, como indica el sutra de Hui-neng, «es intrínsecamente pura». «La Luz está dentro de ti — decían los hierofantes egipcios —, deja que la Luz brille». Hacer que aflore este conocimiento en todas las formas de vida y mostrar el camino para lograrlo es el fin que se proponen todos cuantos siguen los pasos del Gran Compasivo.


Autodesarrollo y servicio

No nos dejemos engañar por la falsa antítesis que resulta de la vinculación de estos dos términos: autodesarrollo y servicio, los ideales respectivos del arhat y el bodhisattva. Por un lado, nadie puede servir a los demás sin haber antes dominado de alguna manera sus propios instrumentos; por otro, todo autodesarrollo y purificación serán vanos mientras subsista en nosotros un solo pensamiento egocéntrico. Una vez más, el auténtico sabio camina por la Vía Media, ya que su existencia es un feliz alternar entre introversión y extraversión, entre vida subjetiva de meditación y vida objetiva de servicio. En éste, lo subjetivo se libera, y no obstante el servicio pierde su valor si no lo actúa una inteligencia iluminada por la meditación.

Meditación y oración

La mayoría de los occidentales han nacido y se han educado en el cristianismo, que durante la infancia les inculcó la práctica de la oración. Esta palabra tiene muchos significados, distintos según el desarrollo espiritual de cada individuo, pero su esencia, salvo en el verdadero místico, es siempre súplica a un Ser o Poder exterior. La meditación carece de ese elemento de importunidad, de instancia para recabar lo que uno no posee. La plegaria, en el mejor de los casos, traduce un anhelo del corazón; la meditación, por su parte, endereza el rumbo de la mente, suscitando así el conocimiento que nos permite adquirir lo que deseamos con intención pura. El que medita no precisa de guía, porque sabe que una mente limpia puede recurrir a la Sabiduría que mora en su interior; ni ambiciona virtudes, que por lo demás le vendrán con la meditación misma; ni tampoco intercede por otros, consciente de que sin ayuda de nadie será capaz de asistirlos en la medida en que lo permita el karma de cada uno. En suma, la oración eleva el espíritu, y su mejor resultado es el Místico; la meditación, con el juicioso servicio que la acompaña, producen al Sabio. Hay un punto, sin embargo, en que ambos métodos confluyen. Si por oración entendemos «un elevarse al nivel de lo Eterno», o incluso, si su anhelo es impersonal, «sincero deseo del alma, expreso o tácito», deja entonces de ser oración en el sentido ordinario de la palabra y asciende al plano de la meditación. Lo que distingue entrambos niveles es el elemento de súplica a un poder externo, ajeno a una unión consciente con el Dios interno.

  La naturaleza del Yo 

«Conócete a ti mismo», decía el oráculo de Delfos. El camino de la meditación es el camino del conocimiento, y el fin de todo conocimiento verdadero es encontrar el Yo dentro de nosotros e identificarnos con él. Por eso reviste una extrema importancia llegar a conocer de algún modo la naturaleza del Yo y sus formas, si de veras queremos entender los fines e introducirnos en la técnica de la meditación. El análisis más sencillo del Yo es el de san Pablo, que distingue entre «cuerpo», «alma» y «espíritu». El primero sirve de receptáculo a nuestra compleja personalidad; la segunda constituye todo aquello que consideramos como el Yo superior; en cuanto al «espíritu», podría muy bien ser lo que el Buda llamaba el «Nonacido, No-originado, No-creado y No-formado». Estos nombres carecen de validez intrínseca, sólo son «maneras de hablar, definiciones de uso corriente», como decía el propio Buda al exponer su doctrina del Yo a Potthapada, el mendicante.Aquello de lo que las demás cosas son «vehículos» o formas. Es muy fácil pensar en el hombre como en algo que tiene alma o espíritu, pero en realidad cada hombre, cada forma de vida, es por esencia una chispa de gran Llama, «un fragmento del Indiviso, arropado en las prendas de la ilusión». De ahí la riqueza de las analogías y símbolos empleados para describir la evolución (la palabra en sí misma significa «desenvolvimiento») como revelación de un esplendor ya existente, un descorrerse de los velos que encubren la Realidad. No sin razón resume el Oriente toda su sabiduría en la frase: «Hazte lo que eres». Este Espíritu no es mero atributo. 

Conocido en la India por el nombre de atman, es nuestra esencia misma, pero sólo en su carácter de aspecto indivisible de ese Todo innominado que ningún individuo puede reivindicar como exclusivamente suyo. Tal es el fundamento de la doctrina budista del anatta, el «no atta» (atman), encaminada a disipar la ilusión de que pueda haber algún principio permanente en el hombre, de que entre a formar parte de su composición un solo atributo que lo distinga eternamente de otras formas de vida. En suma, el Espíritu, como el Nirvana, ES. Y cada forma de vida, superior o inferior, no es sino manifestación cambiadiza del eterno Inmanifestado. El Uno, sin embargo, se hace patente en lo Plural, y cada chispa de la Llama se rodea de varias envolturas o cuerpos de creciente densidad. El más tenue de los velos es buddhi, sede de la intuición, que junto con manas, la mente, constituye lo que puede llamarse el «Yo superior», en contraste con la complicada personalidad cuyo ropaje final es el cuerpo exterior de barro. 

Cada uno de estos cuerpos posee una vida y forma propias, que hacen un todo complejo, un Universo en miniatura y, por ende, la clave de toda Sabiduría aún latente. Por desgracia para nosotros, los deseos de estos «vehículos» son a menudo, en las primeras etapas de la evolución, incompatibles entre sí e invariablemente contrarios a los intereses del Yo. El cuerpo es presa de sus groseros instintos físicos; la naturaleza emotiva o pasional anhela una intensa vibración que la estimule; la mente racional, el entendimiento, reclama a su vez el alimento que le es propio y, como potro sin domar, se encabrita ante cualquier tentativa de sujeción. Esta personalidad compleja, skandha en la terminología budista, libra una batalla perenne con el Yo superior por el dominio del conjunto, pero hasta que los «vehículos» superiores no triunfen definitivamente, el Yo total, lento en evolucionar, será incapaz de consumar su destino y «contundir la gota en el Océano, el Océano en la gota».
La mayoría de los hombres se dejan de tal suerte absorber por las instancias egoístas de su personalidad inferior, que han acabado ciegos a toda perspectiva de aquella Edad de Oro de la perfección espiritual a la que están llamados a regresar, y en ellos ni siquiera asoma todavía el sentimiento de una dualidad en pugna, de una incesante contienda interior. 

Pero, tarde o temprano, la lucha se entablará y proseguirá hasta su conclusión en ese campo de batalla que es el corazón humano. Tal es la guerra que se describe en el Bhagavadgita, y también el punto de confluencia de la mayor parte de los poemas, leyendas, mitos y alegorías que recuerdan al hombre su herencia espiritual. Quienes no desean combatir deben esperar a que nazca en ellos el valor. Como escribía en cierta ocasión el Maestro M. a A. P. Sinnet, «la vida discurre entre multitud de conflictos y pruebas, pero quien nada hace por superarlos no puede aspirar a obtener victorias». Ninguna otra cosa es tan apasionante, ninguna otra tiene un valor tan decisivo, porque, como lo proclama el texto del Dhammapada, «por más que uno triunfe mil veces contra mil hombres, quien se conquista a sí mismo es el mejor guerrero». 

Paradójicamente, el Yo no combate en esa batalla. Ya lo dice La voz del silencio: «Las ramas del árbol son agitadas por el viento, mas el tronco permanece inmóvil». Cuando toda nuestra fuerza de voluntad se endereza hacia fines altruistas, los inquietos vehículos inferiores van poco a poco alineándose, hasta permitir, de lo más alto a lo más bajo, un flujo ininterrumpido de Vida, que hace del hombre foco de luz para el mundo, fuente de espiritualidad para todo el género humano. Crear esta línea perfecta es uno de los objetivos de la meditación. Ahora bien, la conciencia puede funcionar en cualquier nivel donde disponga de un instrumento. La mayor parte de los hombres viven en el plano de sus emociones o, a lo sumo, de su mente inferior. Por la meditación se eleva el nivel de la conciencia, que alcanza primero la mente superior, sede de los pensamientos e ideales abstractos, y luego, en ráfagas de satori, como lo llama el budismo Zen, paulatinamente remplazadas por un estado continuo, el plano de la intuición o Conocimiento Puro, donde la reflexión no es ya necesaria y donde el cognoscente se identifica con lo que conoce, formando un solo todo. Desde este punto de vista, la técnica de la meditación podría llamarse cultivo de la conciencia. 

El terna del Yo volverá inevitablemente a surgir a lo largo de estas páginas, pero lo dicho hasta aquí basta para servir de base a la instrucción práctica que vendrá después. Aplicando la ley de la analogía, «como arriba, abajo», el estudiante comprenderá cada vez mejor la índole de su propio ser, lo que le permitirá controlar con más facilidad los vehículos inferiores. Ha de cuidar, no obstante, de que un excesivo estudio no le lleve a una actitud mental egocéntrica. Como se dice en La luz de la Senda, el verdadero motivo para tratar de conocerse a sí mismo se relaciona con el conocimiento, y no con el Yo. «El conocimiento de sí merece buscarse por ser conocimiento, y no por pertenecer al Yo». De cara a esas tres divisiones, debemos comenzar nuestra reflexión por  Aquello de lo que las demás cosas son «vehículos» o formas. Es muy fácil pensar en el hombre como en algo que tiene alma o espíritu, pero en realidad cada hombre, cada forma de vida, es por esencia una chispa de gran Llama, «un fragmento del Indiviso, arropado en las prendas de la ilusión». De ahí la riqueza de las analogías y símbolos empleados para describir la evolución (la palabra en sí misma significa «desenvolvimiento») como revelación de un esplendor ya existente, un descorrerse de los velos que encubren la Realidad. No sin razón resume el Oriente toda su sabiduría en la frase: «Hazte lo que eres». Este Espíritu no es mero atributo.

Conocido en la India por el nombre de atman, es nuestra esencia misma, pero sólo en su carácter de aspecto indivisible de ese Todo innominado que ningún individuo puede reivindicar como exclusivamente suyo. Tal es el fundamento de la doctrina budista del anatta, el «no atta» (atman), encaminada a disipar la ilusión de que pueda haber algún principio permanente en el hombre, de que entre a formar parte de su composición un solo atributo que lo distinga eternamente de otras formas de vida. En suma, el Espíritu, como el Nirvana, ES. Y cada forma de vida, superior o inferior, no es sino manifestación cambiadiza del eterno Inmanifestado. El Uno, sin embargo, se hace patente en lo Plural, y cada chispa de la Llama se rodea de varias envolturas o cuerpos de creciente densidad. El más tenue de los velos es buddhi, sede de la intuición, que junto con manas, la mente, constituye lo que puede llamarse el «Yo superior», en contraste con la complicada personalidad cuyo ropaje final es el cuerpo exterior de barro. Cada uno de estos cuerpos posee una vida y forma propias, que hacen un todo complejo, un Universo en miniatura y, por ende, la clave de toda Sabiduría aún latente. Por desgracia para nosotros, los deseos de estos «vehículos» son a menudo, en las primeras etapas de la evolución, incompatibles entre sí e invariablemente contrarios a los intereses del Yo.

El cuerpo es presa de sus groseros instintos físicos; la naturaleza emotiva o pasional anhela una intensa vibración que la estimule; la mente racional, el entendimiento, reclama a su vez el alimento que le es propio y, como potro sin domar, se encabrita ante cualquier tentativa de sujeción. Esta personalidad compleja, skandha en la terminología budista, libra una batalla perenne con el Yo superior por el dominio del conjunto, pero hasta que los «vehículos» superiores no triunfen definitivamente, el Yo total, lento en evolucionar, será incapaz de consumar su destino y «contundir la gota en el Océano, el Océano en la gota». 

La mayoría de los hombres se dejan de tal suerte absorber por las instancias egoístas de su personalidad inferior, que han acabado ciegos a toda perspectiva de aquella Edad de Oro de la perfección espiritual a la que están llamados a regresar, y en ellos ni siquiera asoma todavía el sentimiento de una dualidad en pugna, de una incesante contienda interior. Pero, tarde o temprano, la lucha se entablará y proseguirá hasta su conclusión en ese campo de batalla que es el corazón humano. Tal es la guerra que se describe en el Bhagavadgita, y también el punto de confluencia de la mayor parte de los poemas, leyendas, mitos y alegorías que recuerdan al hombre su herencia espiritual. Quienes no desean combatir deben esperar a que nazca en ellos el valor. Como escribía en cierta ocasión el Maestro M. a A. P. Sinnet, «la vida discurre entre multitud de conflictos y pruebas, pero quien nada hace por superarlos no puede aspirar a obtener victorias». Ninguna otra cosa es tan apasionante, ninguna otra tiene un valor tan decisivo, porque, como lo proclama el texto del Dhammapada, «por más que uno triunfe mil veces contra mil hombres, quien se conquista a sí mismo es el mejor guerrero». Paradójicamente, el Yo no combate en esa batalla. 

Ya lo dice La voz del silencio: «Las ramas del árbol son agitadas por el viento, mas el tronco permanece inmóvil». Cuando toda nuestra fuerza de voluntad se endereza hacia fines altruistas, los inquietos vehículos inferiores van poco a poco alineándose, hasta permitir, de lo más alto a lo más bajo, un flujo ininterrumpido de Vida, que hace del hombre foco de luz para el mundo, fuente de espiritualidad para todo el género humano. Crear esta línea perfecta es uno de los objetivos de la meditación. Ahora bien, la conciencia puede funcionar en cualquier nivel donde disponga de un instrumento. La mayor parte de los hombres viven en el plano de sus emociones o, a lo sumo, de su mente inferior. Por la meditación se eleva el nivel de la conciencia, que alcanza primero la mente superior, sede de los pensamientos e ideales abstractos, y luego, en ráfagas de satori, como lo llama el budismo Zen, paulatinamente remplazadas por un estado continuo, el plano de la intuición o Conocimiento Puro, donde la reflexión no es ya necesaria y donde el cognoscente se identifica con lo que conoce, formando un solo todo. 

Desde este punto de vista, la técnica de la meditación podría llamarse cultivo de la conciencia. 
El terna del Yo volverá inevitablemente a surgir a lo largo de estas páginas, pero lo dicho hasta aquí basta para servir de base a la instrucción práctica que vendrá después. Aplicando la ley de la analogía, «como arriba, abajo», el estudiante comprenderá cada vez mejor la índole de su propio ser, lo que le permitirá controlar con más facilidad los vehículos inferiores. Ha de cuidar, no obstante, de que un excesivo estudio no le lleve a una actitud mental egocéntrica. Como se dice en La luz de la Senda, el verdadero motivo para tratar de conocerse a sí mismo se relaciona con el conocimiento, y no con el Yo. «El conocimiento de sí merece buscarse por ser conocimiento, y no por pertenecer al Yo».

El poder del pensamiento

El mundo occidental no es todavía consciente del poder que anida en el pensamiento. Aunque no se le oculta el influjo de las «fuertes» personalidades, de los lemas publicitarios o políticos que sugestionan a las masas, e incluso del «ambiente» que se respira en ciertos lugares, sólo unos pocos psicólogos de vanguardia han sabido apreciar en su justo valor el poder del pensamiento sobre la salud y el carácter. Sin embargo, ¿cuántos de ellos han llegado a una plena aceptación intelectual y, más aún. a la convicción práctica de lo que afirma el primer versículo del Dhammapada: «Todo cuanto somos es fruto de nuestro pensar, se cimenta en nuestros pensamientos, consta de nuestros pensamientos»?. ¿Y cuántos han orientado en consecuencia las velas de su navío?. Nada hay más cierto. Todo cuanto somos y hacemos es el resultado de nuestro pensar, y cualquier acción, buena o mala, no es otra cosa que un pensamiento cristalizado. Ningún acto voluntario puede realizarse sin una moción previa de la mente, por «instantáneo» que sea. 

Desde levantar un pie hasta trazar el plano de Nueva Delhi, cada uno de nuestros actos existe en la mente en forma de pensamiento antes de aparecer como acto. Nuestra conducta, pues, resulta de nuestros procesos mentales, de lo que somos; mas lo que somos en un momento dado depende de lo que hicimos anteriormente. El pensamiento, por tanto, no sólo determina lo que hacemos, sino lo que somos, ya demos a ese puñado de cualidades el nombre de «carácter», «alma» o karma. La filosofía budista ha enseñado siempre — y poco a poco la ciencia moderna va dándole la razón — que fuerza y materia son términos intercambiables. En un extremo de la escala, con todo, la fuerza está tan poco limitada por la materia que puede imaginarse como fuerza «pura», mientras que en el otro extremo la materia adquiere tul densidad que nos es lícito considerarla inmóvil. Entre ambos extremos se dan todos los grados de puridad de fuerza y densidad de materia. 

El nivel en que funciona el pensamiento es superior al más alto nivel que percibe la vista; pero, de por sí, el pensamiento es una forma material con relación al medio en que se mueve, aun cuando pueda llamarse fuerza con relación a su origen. Ahora bien, si las hábiles manos del alfarero son capaces de modelar un trozo de arcilla hasta reproducir la imagen concebida por el pensamiento, cuánto más el pensamiento — y en mayor grado aún el pensador entrenado — estará en condiciones de modelar la tenue materia del pensamiento mismo para darle la forma que quiera. De ahí el dicho «los pensamientos son cosas», y de ahí también el significado de la palabra imaginación: «formación de imágenes». Tales «formas» de pensamiento no sólo existen en la imaginación, sino que impregnan toda la atmósfera mental del que piensa y pueden ser percibidas por cualquier persona algo clarividente. El poder de esos pensamientos varía, por supuesto, según la intensidad con que se han suscitado y según su repetición. La mayoría se disipan con rapidez; otros permanecen en la mente donde nacieron, desarrollándose y concretándose más, para bien o para mal. 

Un pensamiento de odio contra alguien irá poco a poco creciendo hasta convertirse en un cáncer en la mente del que lo abriga; un pensamiento de amor hacia un ser querido y ausente estimulará al que ama a amar cada vez más. Pero el efecto de estas «formas concretas» de pensamiento no se acaba en ellas mismas. Así como las ondas radiofónicas se captan siempre que un receptor se sintoniza en su longitud, así también los pensamientos que brotan en cada uno de nosotros en cada momento del día se esparcen por el mundo, influyendo de modo positivo o negativo en otras mentes humanas. Esto explica ciertos fenómenos de psicología de masas y telepatía, amén del poder de la sugestión que tan mal se comprende y del que tanto se abusa. Por otra parte, el semejante atrae y produce su semejante. Los pensamientos, malos o buenos, arrastrarán consigo y engendrarán otros de su misma especie. De ahí los fenómenos, según el caso, de «tentación» y «conversión». 

Cuando un hombre acaricia el pensamiento de robar, refuerza su tendencia al robo; cuando pondera la insensatez de un comportamiento anterior, fortalece sus propósitos en sentido contrario. Como pensamos, así llegamos a ser. El desarrollo de la mente, ya se dirija la meditación hacia afuera o hacia adentro, es pues un tema digno del mayor interés y de una práctica incesante, como sus frutos mismos se encargarán de proclamarlo. No negamos que es tarea ardua, incluso a veces fastidiosa, pero necesaria en definitiva, según lo confirma el testimonio de todas las épocas. Su recompensa es la desaparición del sufrimiento. A los ya provectos en el arte de meditar no les serán de mucha utilidad las páginas que siguen, pero a los que apenas acaban de entrar en la Senda o a quienes, debatiéndose en la duda, no se deciden a dar el primer paso, les repetimos lo que decía el Maestro K. H. a A. P. Sinnett: «No tenemos sino una sola palabra para todos los aspirantes: “Inténtalo”».

Christmas Humphreys

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