El Canon pali menciona unos cuarenta temas de meditación, aunque,
por supuesto, las diversas escuelas de Mahayana («Gran Vehículo») utilizan
en conjunto muchos más. Los primeros aparecen bien descritos y clasificados
en el volumen II del Camino de la pureza (el Visuddhi-magga de
Buddhaghosa) y en el capítulo IV de Buddhism in Translations de Warren,
mientras que en Spiritual Exercises de Tillyard se repasan todos los aspectos
de la meditación budista. Generalmente hablando, pese a la dificultad de
hacerlo en una cuestión tan variada, los cuarenta temas citados por las
Escrituras palis pretenden combatir el apego a los sentidos y llevar al
ejercitante a la convicción de que toda existencia no es sino mera sombra de la
realidad. Este proceso es un preliminar necesario a la adquisición positiva de
la auténtica sabiduría mediante el desarrollo de las facultades superiores. En
definitiva, toda esa serie de temas se resume en los cuatro «Fundamentos de la
Atención»: el Cuerpo, las Sensaciones, la Mente y los Elementos del ser. Por
esta y otras razones, la forma de meditar a la que aquí damos el nombre de
«meditación sobre los cuerpos», donde la estrecha analogía con los
«Fundamentos» es obvia, encabeza en este libro las demás divisiones de los
temas de meditación, reducidas sólo a las principales dado el espacio de que
disponemos.
Meditación sobre los cuerpos
A pocas personas cultas se les escapa el hecho, por vaga que sea su
conciencia del mismo, de que el cuerpo físico no abarca la totalidad del Yo.
Así, para llegar algo lejos en la meditación, el estudiante debe no sólo
liberarse de la esclavitud en que lo mantiene su cuerpo visible, sino sacudirse
también las cadenas del sentir y el pensar. Con todo, como ya hemos
explicado, cada uno de esos vehículos de la conciencia posee cierta vida
propia, y será preciso no poco esfuerzo para irlos sometiendo a nuestra
voluntad hasta convertirlos en un único instrumento que la conciencia superior
pueda utilizar a discreción. Con este fin, recomendamos a los estudiantes que
empiecen por el principio, dedicando un rato de la meditación a cada uno de
los tres vehículos de la conciencia a través de los cuales entramos respectivamente en contacto con las esferas física, emocional y mental de
actividad. Una vez vistos por separado, en cuanto a su naturaleza y función
especial dentro de la compleja personalidad del ser humano, siempre habrá
tiempo para comenzar a meditar sobre ellos considerándolos como un todo.
La
manera más sencilla de hacerlo es la que se describe en The Servant de
Lazenby:
Yo no soy mi cuerpo físico, sino el que lo usa.
Yo no soy mis emociones, sino el que las dirige.
Yo no soy mis imágenes mentales, sino el que las crea.
El cuerpo físico
Primero, debe aprenderse a observar el cuerpo objetivamente y
estudiarlo como entidad con hábitos, deseos y aun pensamientos propios.
Nótese cómo a veces da muestras de inquietud, exigiendo ejercicio y
movimiento, mientras que en otras ocasiones le cuesta moverse. Pide también
comer y beber. Anhela el calor o el frío, sabores agradables, aromas fragantes,
contactos suaves. No soy yo quien aspira a solazarse en un baño caliente, sino
mi cuerpo. Tres, al menos, de los cinco sentidos buscan así su satisfacción.
Los otros dos, la vista y el oído, están más vinculados con el placer mental.
Una vez bien convencido de todo esto, entrénese el estudiante en grabarlo a
fondo en su memoria y mantener siempre presente la diferencia entre sus
propios deseos y los de su cuerpo.
Dominio de los sentidos
Aquí pueden sentarse ya las bases de un mayor dominio de nuestras
reacciones sensoriales. En el capítulo segundo del Bhagavadgita, leemos:
«Provecto en doctrina espiritual es aquel que, como una tortuga, logra retraer
todos sus sentidos y apartarlos de sus sólitos fines». Un poco de práctica en
esto facilitará grandemente la meditación, tanto particular como general. Lo
que resultaba útil para aprender a concentrarse, se convierte en verdadera
necesidad al meditar, pues la energía, siempre pronta a correr en pos de
cualquier novedad como la mente veleidosa de un niño, no puede todavía
aprovecharse para el propio desarrollo. Vigílense, por tanto, esas puertas del
espíritu que son los sentidos, recordando en todo momento que no es a mí a
quien interesan las múltiples distracciones del mundo exterior.
Las emociones
Dando el hecho por consumado, hemos aprendido a decir: «Yo no estoy
nunca enfermo, ni inquieto, cansado, descontento, incómodo...». Abordemos
ahora la naturaleza de esas emociones, razonando con la misma seriedad.
Caiga el estudiante bien en la cuenta de que él no está nunca irritado, celoso,
asustado o deprimido, y podrá entonces acometer esa difícil tarea que consiste
en dominar su universo emotivo o, como vulgarmente se dice, el «humor».
Las emociones no son malas en sí, ni hay por qué aniquilarlas, pero, dado su
carácter salvaje y rudo, requieren un constante suministro de vibraciones en
perpetuo cambio, lo cual, como es manifiesto, va en contra de la serenidad
mental. Aprendamos, pues, a disociarnos de dichas emociones, a fin de
poderlas dominar mejor. Para la mente, el peligro es el mismo si se trata de las
«buenas» como de las «malas». El placer del éxito, por ejemplo, contribuye al
desequilibrio personal tanto como el abatimiento provocado por el fracaso, y
hasta un afecto, si no se controla, puede causarnos grave daño. Aquí se
recomienda, entre otros métodos para dominar las emociones, el uso de la
respiración profunda. Todas ellas reaccionan y funcionan a través del sistema
nervioso, y ya se sabe que una respiración rítmica calma los nervios con más
eficacia que cualquier droga.
La mente
«Yo no soy mis emociones: yo no siento nada...» Hemos conseguido
persuadirnos también de esto, y nos preparamos así a resolver un problema
todavía más arduo: el de la mente. Esta palabra abarca, en la terminología
occidental, todo un vasto sector del ser humano, que aún es necesario
subdividir. Atendiendo a los fines de la meditación, debemos ver en la mente
nuestra «máquina de pensar», creadora y utilizadora de conceptos que pueden
ser saludables o nocivos, tomados de fuera o forjados por ella misma. La
mente es sede de la «herejía de la separación», sakkayaditthi, que consiste en
creer que la personalidad separada es el hombre real. En efecto, la «mente
inferior» tiende a aferrarse a su propia importancia y sentirse por encima de
las necesidades e intereses de otras mentes.
En ella residen también los
prejuicios y el orgullo, muy difíciles de superar, ya que en este nivel de la
conciencia se mueve la mayor parte de nuestra vida, si no su totalidad.
Comiéncese por considerar este aspecto de la mente, como morada del Odio,
la Concupiscencia y la Ilusión, llamados por el Buda los «Tres Fuegos», que
arden en toda mente y nos cortan el paso hacia la iluminación.
El odio aquí descrito significa «antipatía» u hostilidad mental en las más diversas
modalidades, cualquier sentimiento de separación respecto a otras formas de
vida; la concupiscencia comprende todo tipo de ambición y codicia; y por
ilusión se designan las infinitas redes de la ignorancia, que nos fuerzan a obrar
el mal, al impedirnos apreciar el bien.
Contemplemos cómo nacen y pasan los
pensamientos en la mente. Y notemos luego la diferencia que existe entre
pensar acerca de un tema y fundir la propia conciencia en él hasta
comprenderlo, por decirlo así, «desde dentro»; lo primero es típico de la mente
inferior, lo segundo pertenece a la mente más intuitiva o superior. Trátese de
destruir el egotismo inherente al espíritu inferior, evitando conjugar los verbos
en primera persona. En vez de decir «pienso o estoy pensando en una idea
noble, tengo un pensamiento de odio, etc.», dígase: «He ahí un pensamiento
noble o colérico que brota, crece... y se va». De aquí no hay más que un paso a
la nueva actitud que debemos adoptar para con nuestras «posesiones», tanto si
son bienes materiales como conocimientos o ideas.
Cuidemos de ser nosotros
quienes poseamos esas cosas, y no ellas a nosotros. A este propósito, recuerdo
la graciosa historia de un marido que describía así la compra de un sombrero
por su mujer: «Durante un buen rato, su deseo y el sombrero se examinaron el
uno al otro, y por fin el sombrero la compró». Más aún, con un poco de
reflexión llegaré a ver claramente que yo no poseo en realidad este traje o ese
automóvil, y menos si se trata de ideas. Todas estas cosas no son sino
«accesorios» de mi personalidad, y mientras están conmigo he de
considerarlas en la misma perspectiva que el cuerpo, es decir, como materiales
a mi disposición para ayudarme, si los utilizo con prudencia y buen juicio, en
la incesante tarea de iluminarme e iluminar al mundo.
Cuando el estudiante esté ya bien familiarizado con cada una de estas
tres divisiones de la meditación sobre los cuerpos, pasará a meditar sobre
todas ellas en conjunto, con el deliberado fin de elevar el nivel de su
conciencia desde los «instrumentos» inferiores a los superiores o más nobles.
Al principio usará de ciertas analogías, como la de subir a niveles más altos
pasando a través de los cuerpos, o la de retraerse hacia el centro de sí mismo
pasando igualmente a través de una serie de círculos o cuerpos concéntricos, o
bien la de avanzar por las sucesivas «regiones» de la materia hacia esa meta
distante que es la conciencia universal. Sea cual fuere la analogía escogida,
llega un momento en que se trascienden, por fin, los vehículos ordinarios de
autoexpresión.
El estudiante marca entonces una pausa, frente al umbral de un
mundo desconocido. Ahí, detrás de ese umbral, está la Realidad, aunque
todavía envuelta en velos o «vehículos» de materia cada vez más tenue...
Llegado a este hito de la Senda hacia la iluminación, el peregrino debe darse
nuevos ánimos antes de reemprender la marcha. En las últimas etapas de la
meditación sobre la mente, uno habrá ya descubierto que «los pensamientos
son meras cosas.» y habrá aprendido también a manejar los conceptos, como
el cantero maneja los bloques de piedra labrada, para construir con ellos un
edificio aún más noble de sabiduría. Pero llega el momento, decíamos, en que
tales conceptos se trascienden, y el estudiante, con fe nacida de una íntima
convicción, da un salto en las tinieblas para encontrarse por primera vez en
una región de la conciencia donde el cognoscente y lo conocido, el meditador
y el tema de su meditación, se funden en una sola cosa.
La meditación sobre
los cuerpos tiene por finalidad inducir lo antes posible ese estado mental en
que, desaparecidas las barreras del espacio y tiempo, la mente se siente como
inmersa en un sereno mar de luz. De ahí la utilidad de practicar este ejercicio
antes de intentar cualquier otro tipo de meditación. Aun en etapas más
avanzadas, se recomienda iniciar toda meditación con un rápido «paso a través
de los cuerpos», a fin de desconectarse por completo y cuanto antes del mundo
exterior. Desde este reducto espiritual, uno puede ya dirigir el reflector de su
intuición a cualquier otro tema que haya escogido.
Las cosas tal como son
El budismo es una religión de «conocimiento», por tener como meta la
Iluminación. Mas, para «conocer», se requiere primero «desear conocer». En
verdad, de muy pocos puede decirse esto último. A muchos les atrae el estudio
de la sabiduría espiritual porque su intuición les dice que en ella se encierra la
Verdad. Pero al enfrentarse directamente con ésta, se echan atrás,
atemorizados. Algunos, por no estar dispuestos a renunciar a la cómoda rutina
diaria que constituye lo principal de su existencia; otros, mentalmente más
activos, se percatan de que los vientos de la verdad darán al traste con la
artificiosa estructura, levantada a fuerza de creencias y prejuicios «de segunda
mano», en la que su mente se ha dejado perezosamente aprisionar y, temiendo
que ese edificio se desmorone, no se ven con la suficiente audacia y energía
para construir de nuevo. Nadie, empero, contempla el rostro de la Verdad
hasta que desea contemplarlo «con toda su voluntad y toda su alma».
Estudia,
pues, la Verdad, ya te parezca placentera o desagradable, pero no impongas a
otros por la fuerza tus propias miras.
La regla de oro para practicar esta meditación es aprender a examinar
las cosas e ideas impersonalmente, sin referencia alguna a sus efectos sobre uno mismo o a sus relaciones con uno mismo. ¿Quién es capaz de analizar sin
pasión un asunto que le toca de cerca, por ejemplo los respectivos méritos de
sus hijos y los del vecino, y quién puede hablar con minuciosidad de su casa,
cónyuge, ingresos o planes para el futuro sin referirse en absoluto a lo que
espera de ellos, lo que cree que deberían ser o lo que desea que sean?. Trate el
ejercitante de contemplar las cosas, detallada y desinteresadamente, tal como
son, es decir, en su pura objetividad, y deje para más tarde el examen de su
propia relación con ellas, si la hubiere. Prolongue luego este ejercicio en la
observación, igualmente impersonal y desapasionada, de sí mismo y de todos
sus actos.
Este tipo de meditación implica quitarse una serie de «vendajes»
mentales que, a la mayoría, nos impiden ver más allá de lo que queremos ver.
En primer lugar, cuando nos ponemos a reflexionar sobre cualquier cosa, por
ejemplo la marcha de nuestros negocios o la elección de un régimen dietético,
lo hacemos con toda una multitud de prejuicios que nos vienen del ambiente,
la educación, los criterios de la prensa, las opiniones de nuestros amigos, etc.
Una y otra vez, sin tregua, debemos preguntarnos: «¿Cuáles son los hechos?».
Cuando éstos hayan quedado bien establecidos, aún nos sobrará tiempo para
considerar qué haremos o no haremos con ellos.
En segundo lugar, a menudo nos dejamos seducir por la forma exterior
de las cosas. Nos desagrada un hombre por el color de su piel o un coche por
el color de su pintura. Nos gusta, en cambio, un libro por su elegante
presentación o un amigo porque posee una casa de campo para pasar en ella
los fines de semana. Tales características, sin embargo, no constituyen las
funciones esenciales de esas cosas; sólo son accidentes de la forma. Apréndase
a juzgar un objeto por sus propiedades y funciones esenciales, y no por su
forma externa, ya que el mismo objeto puede ser visto de una docena de
modos diferentes por otras tantas personas.
Un tercer obstáculo que nos impide llegar a ver mentalmente las cosas
«tal como son» es el nombre que damos a cada una de ellas, o la «etiqueta»
que les colgamos. Dirán algunos que «una rosa, aun con el nombre cambiado,
exhala el mismo perfume», y que un sombrero sigue siendo un sombrero por
más que centenares de vocablos distintos lo designen en centenares de
lenguas.
Todos sabemos que «llamar al pan pan y al vino vino» es una virtud,
pero pensamos en algo muy diferente cuando nos referimos por separado a
cada uno de esos alimentos. Esta clase de «venda» mental es aún más
perceptible en el mundo de las ideas. Ciertas doctrinas, por ejemplo, son tan
antiguas que en el transcurso de la historia han dado origen a numerosísimos «nombres» diferentes, y muchas personas todavía creen que la verdad
contenida en ellas varía con las denominaciones.
La doctrina del karma podrá
ser o no verdadera, pero no lo es ni más ni menos por hallarse en las Escrituras
palis, el Nuevo Testamento o las páginas del Daily Mail.
No pocos estudiantes
se comportan así de cara a esos «estuches» mentales de diversos colores que
llamamos religiones. Si un hombre permanece fiel a ciertos principios y se
esfuerza por vivir de acuerdo con ellos, ¿Qué más da que se presente con la
etiqueta de budista, teósofo o trascendentalista?. A la inversa, el hecho de
designar una doctrina por el nombre de budismo o por cualquier otro de los
innumerables «ismos» existentes no la hace ni más ni menos verdadera.
Finalmente, examínense todas las cosas a la luz de la ley del cambio. Lo
que fue verdad en 1900 puede muy bien no serlo hoy. Ninguno de nosotros
está en grado de afirmar que posee la verdad absoluta; sólo nos es accesible
una verdad relativa, nuestra verdad.
De sobra sabemos que, aun para uno
mismo, lo que hoy es cierto puede ser falso mañana, y que lo que para mi es
verdad no lo es para otro. Pero una mesa es siempre una mesa, argüirán
algunos. No hay tal: en cualquier momento podrá romperse y sus restos
servirán para construir una valla; o bien, dentro de millones de años se habrá
convertido en piedra por la acción del agua, si no se ha podrido y
descompuesto en cualquier otra sustancia. Sólo son permanentes las leyes del
Universo, y la Vida, cuya evolución dichas leyes orientan y ayudan a
expresarse.
Se objetará que los antedichos principios apenas constituyen un tema de
meditación. La respuesta es que, una vez asimilados y entendidos, pueden
aplicarse a cualquier tema, cuanto más personal mejor.
Estás fumando una
pipa. ¿Qué estás haciendo?. Aspirar el humo de hojas secas que arden.
Quizá
no estés de acuerdo con esta descripción, porque piensas que no hay nada
malo en el hábito de fumar. Pero esto es otra cuestión, que no cambia el hecho
fundamental: aspirar el humo de las hojas secas. Si quieres hacerlo así, no te
prives, hazlo, más con plena conciencia de lo que haces, aunque el conocer la
verdad te disminuya un poco el placer de fumar. Tan a menudo vivimos en el
engaño, en falsos paraísos, que no nos viene mal «despertar» de vez en
cuando, lo más y con la mayor frecuencia posible. Cultívese el hábito de
analizar las cosas con crudo realismo, planteándose incesantemente la
pregunta «¿qué?» ante cualquier fenómeno y tratando de darle respuesta.
Más
adelante nos interrogaremos también sobre el «¿por qué?».
A algunos les sirve este ejercicio de valiosa ayuda para refrenar sus
deseos sexuales. La misma imaginación, que durante la adolescencia alimenta las llamas del apetito sexual, puede ahora utilizarse para apagar ese fuego.
Analícese con toda objetividad y sin ahorrar detalles la naturaleza y procesos
de dicha tendencia, comparándola con su análoga entre los animales y
meditando sobre el cúmulo de enfermedades y sufrimientos que su expresión
desbordada provoca a lo largo y ancho del mundo. Luego, una vez
considerados con minuciosidad y realismo los aspectos anatómicos, biológicos
y aun otros más desagradables del tema, piénsese en los llamativos adornos
«románticos» que el deshonesto y lascivo ingenio de ciertas mentes ha ido
añadiendo a los procesos puramente biológicos de la reproducción física. Si
todavía el deseo subsiste, como es probable, pues los simples razonamientos
no bastan para matarlo, decídase si conviene o no satisfacerlo, pero tomando
esta resolución a la luz de la realidad desnuda.
Al recurrir a la imaginación, de
ordinario obstáculo, para utilizarla como ayuda, tal vez el deseo, siervo suyo,
acabe por doblar la cerviz.
No crea el lector que este enfrentamiento directo con los hechos, hasta
donde nuestros sentidos — aun los más imperfectos — pueden llegar a
captarlos, es incompatible con el culto a la belleza. El sonido que un músico
arranca a su violín no es menos bello porque resulte del frotamiento de unas
crines de caballo contra intestinos de gato.
La belleza reside en el espíritu del
oyente, y es suscitada por el ritmo, tono y tipo de sonido que el artista produce
con su instrumento. Así también el cuerpo humano no es menos bello por
constar de elementos humildes. Éstos no son, de por sí, ni bellos ni feos; la
belleza y fealdad están en otra parte, es decir, en la mente del que los
contempla y reacciona ante ellos de uno u otro modo. Aprenda, pues, el
estudiante a controlar su propia reacción frente a la belleza que expresan las
cosas exteriores, sin dejarse llevar por ideas convencionales. El carbón, por
ejemplo, es un material bello se mire por donde se mire, y sin embargo jamás
se le ocurre a nadie tallar un trozo del mismo para colocarlo, junto a otras
cosas bellas, en la repisa de la chimenea o en la vitrina del salón.
El campo de esta meditación sobre «las cosas tal como son» es
amplísimo, ya que el budismo se basa en un intrépido y desapasionado
examen de los fenómenos de la vida. Del análisis de temas personales
podemos pasar al de los que tocan al quehacer diario, y de aquí al de los
sucesos importantes de la actualidad. Considérense luego las causas,
advirtiendo cómo el hombre propende a limitar sus esfuerzos por mejorarse y
se contenta con paliar los efectos. La guerra, por ejemplo, es fruto del odio, y
a su vez éste nace de la envidia, la codicia y el miedo. Después de
remontarnos a las causas de nuestros actos, tanto nacionales como personales,tratemos de ver el futuro como un inmenso campo de efectos cuyas causas se
«plantan» en el momento presente. De este modo daremos a nuestra sabiduría
un mayor alcance temporal. Elevando así nuestra conciencia al plano de las
causas por encima de toda consideración personal, estaremos en grado de
observar sin pasión el flujo y reflujo de los acontecimientos, nacionales e
internacionales, así como los ciclos de la evolución natural y humana. La
creciente capacidad para comprender las cosas en su verdadera esencia nos irá
acercando más y más a nuestra meta definitiva: la Iluminación.
El motivo
Habiendo respondido hasta cierto punto a la pregunta «¿qué?»,
empecemos a formularnos con la misma machacona insistencia esta segunda:
«¿por qué?», teniendo siempre bien en cuenta que, por un lado, conviene
pensar lo peor de nuestras propia motivaciones, a menudo menos puras de lo
que parecen, mientras que, por otro, es de corazones sabios y magnánimos dar
por buenas las del prójimo, a menos que se demuestre lo contrario.
Naturalmente, esta meditación tiene un alcance mucho mayor que la que se
refiere a las fuentes de los actos humanos, mas para casi todos nosotros el gran
«por qué» al que debemos responder es el del motivo.
Comencemos por examinar nuestros motivos en cosas pequeñas.
Decido ir al cine. ¿Por qué?. ¿Para «dar descanso» a la mente tras una larga
jornada de trabajo, como me explico a mí mismo, o para sustraerme al
esfuerzo de ese estudio serio al que la mejor parte de mi ser me incita a
entregarme?. ¿O lo hago porque mi mujer o un amigo me han pedido que les
acompañe, y no tengo valor para negarme?. ¿O acaso busco el estímulo
emotivo que me procuran las películas modernas, impregnadas de erotismo?.
Así podemos también interrogarnos sobre otras actividades: ¿por qué me levanto por la mañana a tal hora, y no antes o después?. ¿Por qué hago cuatro
comidas al día, cuando sé muy bien que dos son suficientes?. ¿Por qué me
compro ahora ropa nueva o leo estos libros?. Para todo hay razones: nuestra
labor consiste en descubrir las verdaderas. Al hacerlo, quedaremos siempre
sorprendidos, y muchas veces totalmente desconcertados.
Analicemos luego los motivos de nuestras opiniones. He aquí lo que
dice Coster en Yoga and Western Psychology: «¿Cuánto debe tu opinión a
tradiciones familiares, al temor o el deseo de cambios, a prejuicios clasistas, al
miedo de sufrir pérdidas personales o desmerecer ante los demás? Si tus
opiniones se basaran enteramente en tu facultad emotiva, en lo que te gusta o
disgusta a ti con independencia de otros factores, tu problema sería mucho
más sencillo. Lo que agudiza el conflicto, haciendo tan rara y difícil una
auténtica imparcialidad, es la intrincada mezcla de hechos y emociones, la
astucia con que el deseo personal elabora y te presenta excelentes razones en
apoyo de la opinión más grata».
Pasemos a temas más amplios. ¿Qué finalidad tiene, por ejemplo, la
rutina de cada día, tanto a corto como a largo plazo?. Nacemos, crecemos, nos
educamos, trabajamos para ganarnos el pan, nos casamos, criamos hijos,
envejecemos, nos retiramos y morimos. Todo eso ¿para qué? Cada vez es
mayor el número de quienes se plantean angustiosamente esta cuestión. El
hombre interior debe estar preparado para responder a ella por completo y sin
ambigüedad, explicando la razón de ser, la naturaleza y el fin último de la
Senda.
En conclusión, hagámonos la siguiente pregunta y tratemos de
contestarla con toda honradez: «¿Por qué estoy meditando?». Si la respuesta
no nos parece lo bastante clara, volvamos a la misma pregunta de cuando en
cuando hasta que los perfiles de nuestra motivación sean claros y definidos,
coincidiendo por entero con los de la mente que medita.
Este ejercicio puede también extenderse con provecho a los motivos que
nos impulsan a creer en una doctrina determinada. ¿Por qué creo en el karma
y la reencarnación?. ¿Porque así me educaron desde la infancia, porque mis
amigos me han inculcado a la fuerza esa creencia, o porque me gustaría que
tales doctrinas fueran ciertas y espero que lo sean?. Recuérdese que, en lo
tocante a la Verdad, no existen «autoridades» de ninguna clase, y que no hay
doctrina verdadera hasta que uno mismo la ha examinado, comprobado y, a la
luz de la propia intuición y experiencia, descubierto como tal.
Las doctrinas particulares
Detengámonos un instante en el concepto de Verdad Absoluta. Ésta es,
como tal, claramente inaccesible a mentes finitas, pero podemos aproximarnos
a ella mediante símbolos y analogías, examinándola a la luz de un sinnúmero
de doctrinas o leyes que constituyen otros tantos aspectos o facetas del todo
único. De ahí se sigue que ninguna doctrina es «absoluta», o absolutamente
verdadera, y que ninguna tampoco puede captarse de modo directo en su
totalidad. La comprensión se da por grados; cuando nos aplicamos una y otra
vez al estudio de ciertos principios fundamentales, vamos penetrando cada vez
más hondamente en su significado y mutuas relaciones. Con ello se
incrementa al mismo ritmo nuestra tolerancia respecto a los distintos métodos
de acercarse a la Verdad y respecto a puntos de vista que no difieren sino
temporalmente.
Hay una tendencia general a creer que no nos va a costar nada entender
una doctrina porque esté formulada de tal modo que el intelecto pueda
asimilarla con facilidad. Sin embargo, entre esa asimilación intelectual y una
auténtica comprensión media un buen trecho de ardua labor. Cada doctrina o
ley debe ser meditada por separado, analizada, examinada, comparada con
otras y, como si dijéramos, asimilada por la intuición. Entonces, por vez
primera, podrá llegar a comprenderse. Sólo entonces se habrá convertido en
móvil principal de nuestros actos y fuerza de desarrollo espiritual. No es
posible aplicar una ley o doctrina a la vida diaria basándose en una fe frívola o
«distraída». Para que esa creencia pase a ser una genuina cualidad de nuestro
carácter es necesario someterla al doble proceso de una meditación profunda y
una aplicación experimental. Por ejemplo, por cada hombre para quien la ley
del karma es una ley de vida, tan real como la ley de la gravedad, existen diez
para los que no es sino una teoría improductiva. Alguien ha dicho, con gran
perspicacia, que sólo creemos auténticamente en una doctrina cuando nos
comportamos como si fuese verdadera.
Hasta entonces es un mero alimento
mental aún no digerido y, por tanto, sin valor para el organismo.
Haga el estudiante, pues, una lista de esas leyes y doctrinas en las que le
parece tener fe, y examínelas una por una. Si quiere, puede empezar por las
cuarenta que figuran en el Canon pali como temas de meditación, entre otra
los «Tres Refugios»: Buddha, Dhamma y Sangha. ¿Qué significan estos
conceptos?. Quizá nunca se haya hecho antes la pregunta. Considere luego los
«Tres Signos del Ser». ¿Hay sólo tres?. ¿Son verdaderos en todo o nada más que en parte?. ¿Qué relación existe entre ellos?. ¿Brotan unos de otros?. En
caso afirmativo, ¿Cuál es la causa y cuál el efecto?. Pase después a las
«Cuatro Nobles Verdades». ¿Es la última de ellas, la «Noble Senda Óctuple»,
sólo una forma del Raja Yoga, y qué cabida tiene entonces la mística en esa
«Verdad»?. ¿Van necesariamente juntas?. Y en tal caso, ¿Qué es lo que
renace?. ¿Se aplica el karma a los animales, a un arhat, a un dios?. ¿Qué son
esos «Tres Fuegos» que sujetan a los hombres a los doce radiós de la «Rueda
del Devenir», y cómo puede uno escaparse de esta Rueda?.
Tales preguntas
son sólo una pequeña muestra de las muchísimas que uno puede formularse a
sí mismo para estar seguro de que posee la necesaria actitud crítica ante
cualquier idea que su mente acepte como creencia. Dada la abundante
literatura actual sobre el budismo, sencilla y al alcance de todos los bolsillos,
poco trabajo se requiere para aprender sus principios básicos. Pero por ello es
también muy fácil olvidar que de nada sirve conocerlos si no se captan
intuitivamente y se aplican con inteligencia. Reanudando pues a esta luz el
estudio del budismo — o del «ismo» que de momento estemos utilizando para
acercarnos a la Verdad —, examinaremos primero las doctrina del Theravada
y a continuación las del Mahayana, decidiendo, quizá por vez primera, si
éstas nacieron de aquéllas, y reflexionando sobre cómo ambas filosofías
reunidas aciertan a presentar la Verdad de una manera tan completa, dentro de
lo que nuestras mentes abarcan por ahora. La meditación finalizará con un
esfuerzo especial, mantenido día a día, por profundizar en los fundamentos
mismos del Dhamma, la unidad de la vida. ¿Hemos pensado alguna vez en lo
que esto implica, o nos sigue pareciendo un ideal encantador pero poco
práctico?.
Los estudiantes con imaginación y deseo de explorar nuevos campos de
pensamiento pasarán luego a considerar la relación entre todas esas doctrinas.
¿Cuál es la que existe, por ejemplo, entre el karma y la compasión?. En La
voz del silencio leemos: «La Compasión no es atributo. Es Ley de leyes,
eterna Armonía». En otro lugar se dice que la llave que abre una de las puertas
de acceso a la Vía es sila, descrita como «clave de la Armonía en palabras y
actos, la que equilibra la causa y el efecto, no dejando ya paso a la acción del
karma». ¿No se oculta una verdad altamente reveladora en esta idea de
relación entre compasión, karma y armonía?.
Al cabo de algún tiempo, esas doctrinas que hemos examinado a través
del prisma de la intuición dejarán de ser meras fórmulas estáticas para
revelarse como fuerzas dinámicas, aplicables a la propia regeneración al igual
que las leyes de la mecánica se aplican para materializar nuestros grandiosos proyectos en piedra y acero.
El Yo
En cierto modo, la exhortación délfica «conócete a ti mismo» es un
buen resumen de la finalidad de la meditación, pues quien de veras se conoce
a sí mismo domina el Universo. Desde este punto de vista, la meditación sobre
el Yo incluye todas las demás. Sin embargo, como decíamos, la evolución del
espíritu avanza en espiral, por lo que de vez en cuando el estudiante se
encontrará, durante su ascensión, en un punto ya antes recorrido, aunque ahora
lo haga en un plano superior.
El estudio del Yo no acaba nunca, pero el hecho
de que en esta etapa resulte imposible llegar a una perfecta comprensión de
nosotros mismos no es óbice para abordar un tema cuyo último secreto sólo se
nos revelará en el umbral del Nirvana.
Puede también decirse que esta meditación prolonga la de «las cosas tal
como son», ya que la mayoría de los hombres somos ciegos en lo que atañe al
conocimiento de nosotros mismos, ignorando incluso que ese Yo que
percibimos no es más que una ilusión, una serie cambiante e imperfecta de
atributos. La vanidad, hija del deseo y del falso concepto de sí, fabrica un Yo
ilusorio, un aparatoso globo de egotismo que debemos destruir en la primera
ocasión que se nos presente, pues sólo después de haber pinchado esa burbuja
y visto el Yo «tal como es», por humilde que aparezca ante nuestros ojos,
podremos echar los cimientos de aquella confianza y seguridad en nosotros
mismos que es la orla de las enseñanzas budistas.
Más vale edificar sobre una
pequeña base de sólida roca que sobre una gran plataforma de material hueco
y frágil. Seamos por tanto prudentes, y tan implacables en el análisis de
nosotros mismos como lo sería el más severo de nuestros amigos.
Hay dos maneras de meditar sobre el Yo, y tarde o temprano el
estudiante acabará por percatarse de que son complementarias. Una consiste
en destruir el «No-yo», la otra en cultivar el Yo. La primera se incluye casi
toda ella en el capítulo de lo que solemos llamar «Formación del carácter» y
es el método que utiliza el Theravada o budismo meridional. Su divisa es un
eco del «Neti, neti» brahmánico, que significa «Eso no, eso no», eso no es el
Yo. Tal es la doctrina del anatta o «no-atta». Por el vocablo pali atta (atman
en sánscrito) se designa el Yo.
La segunda manera, complementaria, es común a muchas escuelas de
pensamiento, tanto orientales como occidentales, y es también la que adoptan
todos los místicos.
Se basa en dirigir la atención exclusivamente al Ideal, es decir, prescindiendo en lo posible de todo lo demás. Así, poco a poco la
conciencia va elevándose a niveles cada vez más espirituales hasta que el
individuo acaba por «fundirse» con su ideal.
La expresión suprema de este método se encuentra en el Bhagavadgita,
donde se dice lo siguiente del que lo practica: «Habiendo renunciado a todo
deseo nacido de su fantasía y sojuzgado con la mente los sentidos y órganos
que le impelen a actuar en distintas direcciones, con paciencia y paso a paso
llega por fin al punto en que puede descansar; allí, con su mente en paz,
centrada en el auténtico Yo, no debe pensar en nada más. Y cuando esa mente
inconstante se sienta atraída por cualquier objeto y huya en pos de él,
sométala, obligándola a regresar y centrándola de nuevo en el Espíritu. La
dicha última viene, de cierto, a recompensar al sabio cuya mente ha logrado
así serenarse, cuyas pasiones y deseos se han doblegado; a aquel que, libre ya
de toda culpa, ha conseguido identificarse con su verdadero Yo».
Cada método tiene sus ventajas e inconvenientes. Concentrarse en la
naturaleza ilusoria del «No-yo» es útil, sobre todo en esta parte del mundo,
para enfrentarse directamente con nuestro mayor defecto, la tendencia
separadora del pensamiento occidental, de la que proviene nuestro desmedido
egotismo. Por otro lado, un proceso que parece implicar la completa
desintegración de la propia individualidad no resulta demasiado atractivo para
quienes, dándose vagamente cuenta de que el Yo inferior no posee validez
eterna, se resisten a creer que a su muerte no quede nada de él. Si así fuera,
arguyen en contra de los extremistas que toman al pie de la letra la doctrina
del anatta, ¿Qué es lo que se «purifica de la ilusión», eso que «al haber
conseguido su libertad, sabe que es libre» y cuyo último destino es la
inmersión total en el Nirvana?.
La visión complementaria de que todo es el Yo y de que el progreso en
la vida interior es un caminar para reunirse con el Ideal tiene el mérito de dar
un tremendo impulso a la ascensión de la conciencia, pero a la vez entraña el
peligro de cegar al estudiante en lo que se refiere a los límites de su propio
carácter, que lo alejan del Ideal. Lógicamente, ambos métodos son
intercambiables, pues es — o debiera ser — cuestión de temperamento el
decir de cada uno de los propios atributos o vehículos «esto no soy yo», hasta
que el verdadero Yo se haya desvinculado del último de todos ellos, o bien
repetirse «el Yo es el Todo y yo soy ese Yo», realizando así poco a poco el
Ideal.
Hay quienes, para preservar un justo equilibrio, alternan desde el
principio los dos métodos; otros cambian de perspectiva al llegar al punto medio de la escala de la conciencia.
La meditación sobre los cuerpos, por
ejemplo, es excelente para disociar la conciencia de sus vehículos inferiores,
pero en cierto sentido es también una ascensión caminando hacia atrás, es
decir, dando la espalda a la Realidad. Tarde o temprano los partidarios de este
punto de vista han de «darse la vuelta». En el momento en que el estudiante
pueda decir con alguna convicción «yo no soy mi cuerpo, ni mis emociones,
ni mi “máquina de pensar”», comprobará que se encuentra en un mundo de
pensamientos abstractos, de creación de ideas e imágenes mentales gracias a la
luz de la intuición, un mundo donde aún se dan los límites de la forma, aunque
ya muchísimo más tenues. Pero ni siquiera aquí reside el Yo, que queda
todavía lejos, en lo alto de esa escala por la que el estudiante sube de espaldas.
Dese entonces la vuelta, como decíamos, dejando atrás el yo inferior para
mirar de cara a la Vida, cuyo cuerpo es el Universo, a esa Realidad Absoluta
que no puede expresarse en palabras. Deje también que caigan los velos que le
ciegan desde su origen, pues a medida que lo hacen se ensancha su conciencia
hasta coincidir con las dimensiones de la Conciencia Universal.
Aquí y sólo
aquí está el Yo, que ningún hombre tiene derecho a llamar suyo, ese Yo del
que cada unidad de vida es un aspecto aún no identificado con el Todo.
Parece claro que los métodos que acabamos de exponer son
complementarios. No obstante, todavía algunos piensan que el Buda enseñó
esta doctrina porque no existe un Yo permanente en las cinco skandhas, o
partes constitutivas de la personalidad. Según ellos, no hay ningún Yo que
utilice esos vehículos. Los Rasgos del Ser, imperfección, variabilidad y anatta
o «no-yo», se aplican al Samsara, mundo de la manifestación, mientras que el
polo opuesto del Ser, Nirvana, exhibiría, si no estuviera «por encima» de todo
atributo, los de la perfección, inmutabilidad y el Yo. A los seguidores de esta
doctrina nihilista y desalentadora les recomendamos la lectura de las primeras
palabras del Dhammapada, donde se dice que la mente es la clave de todos
los fenómenos. He aquí el eje en torno del cual gira nuestro complejo ser. Una
mente inmersa en la materia no puede ver la luz, pero cuando asciende a
niveles superiores tiende a dirigirse a su lugar propio, ese estado de perfección
llamado Nirvana, esa «extinción» de aquellos elementos del ser que separan la
parte del todo.
Al aspecto superior de la mente puede dársele, por
conveniencia, el nombre de «alma», a condición de no considerar ésta en
modo alguno inmortal, mientras que la mente inferior o concreta, la «máquina
de pensar», pese a ser vehículo necesario de la conciencia, es llamada «el gran
asesino de lo Real», por abrigar la «herejía de la separación», es decir, la
ilusión de que a cualquier unidad de vida puede serle lícito tener intereses u objetivos contrarios a los del Todo. Sólo cuando el espíritu inferior se haya
purificado de esa ilusión y «fundido» con el superior, quedará este último libre
para abandonar el Samsara y así, sumergiéndose en la Vida misma, llegar a la
inmortalidad.
La analogía
La analogía constituye una de las ayudas más valiosas para comprender
la vida interior. «Como arriba, abajo.» El hombre es el microcosmos del
Universo. La sabiduría no sólo nos habla en el majestuoso espectáculo de la
puesta del sol o en el vuelo de los pájaros. Dominados hoy por la mente
inferior, los occidentales podemos también descubrir sus símbolos en cosas
que nos son familiares y hasta en objetos mecánicos. Consideremos, por
ejemplo, las escaleras mecánicas del metro. Ahí tenemos una sencilla analogía
del ciclo de la vida y la muerte, de la alternación de los extremos que
llamamos «pares antitéticos». Cada peldaño se mueve visiblemente hacia
arriba o hacia abajo, pero a la ve/ se está dando otro movimiento idéntico e
invisible, precisamente a la misma velocidad. Es como una «Rueda del
Devenir» en miniatura, con su carga incesante de vidas. Ese par de escaleras
en continuo subir y bajar nos ofrece un modelo mecánico de toda la
cosmogénesis.
Por otro lado, el cambio de velocidades de un automóvil presenta
múltiples analogías con la regulación y técnica del trabajo y el descanso,
mientras el barquero que cruza el río aprovechando la fuerza de las corrientes
nos enseña la mejor manera de enfrentarnos con los acontecimientos,
adaptándonos a su ritmo. Observamos el «ordenado desorden» de una de
nuestras fábricas modernas, el desarrollo metódico de innumerables
actividades sin relación mutua en apariencia, pero dirigidas todas ellas a un
mismo fin claro y determinado. En el cine encontrarán también útiles
analogías quienes ven la existencia con ojos interiores: y a los que conocemos
el ilimitado poder de la mente humana, ¿Se nos ha ocurrido alguna vez que
nuestros pensamientos «emiten» durante todo el día en una longitud de onda
individual?. Las flores que adornan nuestra ventana nos brindan un ejemplo
del «renacer», y en las vidas de los hombres el karma escribe con mano
impersonal lecciones que debemos pacientemente repetir hasta aprenderlas.
En suma, hemos de aprender a moralizar, no con la melosa insinceridad de los
tiempos victorianos, sino como estudiantes instruidos en la universidad de la
Vida.
Los Cuatro Brahmaviharas
Los Cuatro Brahmaviharas, estados «sublimes» o «divinos» de la
mente, han llegado a ocupar un puesto de tanta importancia en el budismo,
que no es posible omitirlos en una lista de temas de meditación, y menos aún
cuando el Canon pali los incluye en la suya.
Estas cuatro meditaciones se describen y comparan en el capítulo nono
del Visuddhi-magga de Buddhaghosa, pero la siguiente cita del Maha-
Sudassana Sutta resume bien la naturaleza y fin del ejercicio: «Y deja que su
mente se extienda por una cuarta parte del mundo con pensamientos de Amor,
con pensamientos de Compasión, con pensamientos de gozo solidario, con
pensamientos de ecuanimidad; y así en la segunda parte, y en la tercera, y en
la cuarta. Y así por todo el ancho mundo, arriba, abajo, en derredor y por
doquier, su corazón continúa difundiendo Amor, Compasión. Gozo y
Ecuanimidad; un corazón trascendental, sublime, sin medida, libre de todo
rastro de ira o rencor». En la meditación sobre el Amor, el meditador irradia la
fuerza de su pensamiento horizontalmente, por así decirlo; la Compasión mira
hacia abajo, contemplando el mundo del dolor, como el Gozo mira hacia
arriba, al mundo de la dicha; y la Ecuanimidad restablece el equilibrio
perturbado por la propia identificación con esos dos extremos.
Amor
El budismo ha sido a veces calificado de religión «fría». No obstante,
abundan en el Canon pali los pasajes que demuestran lo contrario, al poner de
relieve el importante papel que desempeña en sus doctrinas la Metta, bondad
amorosa predicada sin descanso por el Buda, pese a que su Vía se orientaba a
la iluminación y no a un misticismo emotivo. Por otro lado, esta forma de
amor tal como lo practica el budista nada tiene que ver con la exhibición
espontánea de un sentimiento; es más bien una actitud mental deliberada y
continua. El amor que procede de los centros inferiores y no de la mente
creadora es con mucha facilidad sustituido por el odio, o al menos abarca un
campo tan reducido que el odio hacia otra persona puede coexistir
simultáneamente en el espíritu. No le sucede esto al budista que cultiva el
primero de los cuatro Brahmaviharas. El seguidor del Buda comienza por
imbuir su propio ser de un amor sin límites, en parte, como dice con cierto
cinismo el comentarista, porque a ninguna persona es más fácil amar que a uno mismo, y en parte también porque el amor debe primero desarrollarse
como cualidad en la mente del que medita antes de poder extenderse a los
demás de manera habitual y esparcirse por el mundo. Una vez dado este
primer paso, el meditador pensará en un amigo, lo que hará sin mayor trabajo.
El comentarista añade que, por varias razones, es mejor que el amigo en
cuestión sea del mismo sexo y aún viva. Viene luego una tarea más difícil:
extender ese amor a una persona indiferente, ni amiga ni hostil. El ejercitante
intentará enviar a esa persona tanto afecto, en calidad y cantidad, como el que
derramaba con más complacencia en el amigo. Logrado esto, pasará a la etapa
de máxima dificultad: represéntese a un enemigo o alguien por quien siente
antipatía y trate de inundarlo con una ola de afecto puro y generoso. Al
principio no podrá evitar cierta sensación de hipocresía, pero poco a poco este
acto le irá resultando natural. Cuida también de mantener en todo instante la
pureza del motivo, aun cuando el ejercicio tenga por efecto inevitable destruir
la enemistad.
Por último, el meditador irradiará sucesivamente su «bondad
amorosa» a todo el género humano, a todas las formas de vida y a todo el
Universo, hasta que ese intenso esfuerzo de voluntad que lo eleva a las jhanas
o estados superiores de la conciencia lo transforme, por así decirlo, en el
«espíritu» mismo del amor, que continuará difundiéndose en torno suyo una
vez de regreso al nivel normal de conciencia. Así, partiendo de la mente y el
pensamiento, acaba por encontrarse con el bhakti yogi y el místico religioso
occidental, que llegan al mismo resultado a través de la purificación de
emociones y deseos.
Compasión
En la medida en que Karuna, la compasión, pertenece a la categoría de
las emociones, es la «emoción» budista por excelencia. No en vano se aplica
al Buda con tanta frecuencia el título de «Gran Compasivo», junto con el de
«Gran Iluminado». Empero la compasión no es un simple atributo de la mente.
En sus niveles superiores incluye también el amor, el gozo y hasta la
ecuanimidad, pues consiste en un amor comprensivo, una mezcla de emoción
e intelecto iluminados por la intuición. Por eso se lee en La voz del silencio:
«La Compasión no es atributo.
Es LEY de leyes, eterna Armonía, esencia
universal sin límites, luz de la perpetua Equidad, consonancia de todas las
cosas; es la ley del amor eterno». Y en una nota aparte se la describe como
«Ley abstracta e impersonal cuya naturaleza, que es la Armonía absoluta, se
ve hondamente perturbada por la discordia, el dolor y el pecado».
Al budismo se le ha llamado, con justicia, la religión del dolor, porque
más que ninguna otra ve en el sufrimiento una cualidad inherente a todas las
formas de vida, aun cuando a veces, arropados en la ilusión del placer,
nuestros ojos no perciban las limitaciones del mundo en constante devenir. Sin
duda los términos «dolor» y «sufrimiento» son demasiado fuertes para
traducir, sin más matices, el vocablo pali dukkha. Su significado, en este caso,
es relativo y se extiende a toda una gama de estados, desde los más agudos
tormentos físicos y mentales hasta una inteligencia puramente metafísica de
esa «deficiencia» o imperfección que es corolario forzoso de anicca, la ley del
cambio. Lo cierto es que toda forma de vida rinde cuentas al dukkha.
Por ello
el comentarista del Canon pali aconseja al ejercitante que irradia compasión
comenzar por personas sumidas en los abismos del dolor, hacia las cuales
fluye con facilidad la corriente compasiva, para luego ir poco a poco
ampliando el ámbito de sus pensamientos a formas más variadas y sutiles de
discordancia, inadaptación y malestar, tanto en los planos mental y emotivo
como en el físico, hasta coincidir, una vez más, con la magnitud del Universo.
Tal es el mejor modo de aproximarse a ese incomparable ideal tan
poéticamente descrito en La voz del silencio: «Que tu alma preste oídos a
cada grito de dolor, como el loto abre su corazón para beber el sol de la
mañana. Y no permitas que ese sol llegue a secar una sola lágrima antes que tú
la hayas enjugado en los ojos del que sufre. Deja, en cambio, que cada una de
esas ardientes gotas de pesar humano caiga y permanezca en tu corazón; no la
apartes hasta que haya desaparecido la causa que la provocó».
Gozo
El valor de este ejercicio radica en los efectos que produce en los celos
y la envidia, formas de pensamiento que, con toda evidencia, ofuscan nuestra
mente. El que sin reserva alguna se alegra del éxito o la felicidad de un amigo,
aun adquiridos a expensas de su propio éxito o felicidad, está libre de esa
envidia destructora que, arraigada en el egoísmo, es a menudo madre del odio.
El ejercicio se reduce, en esencia, a alegrarse de la alegría de otro, y por ello
es un excelente antídoto contra las mezquinas reivindicaciones del yo; de ahí
la traducción de mudita por «gozo solidario», es decir, participación en el
gozo de otros. También en este caso debe comenzarse por pensar en un amigo,
representándolo alegre y dichoso en razón de alguna circunstancia afortunada,
de orden físico o mental, y luego, como en la meditación anterior, se extenderá
gradualmente el campo de los pensamientos hasta abarcar todas aquellas personas que se sienten dichosas por algún motivo, sea éste suficiente o no a
nuestros ojos.
Ecuanimidad
Es difícil hallar en nuestra lengua un término que traduzca con precisión
la voz pali upekkha. Además de «ecuanimidad», se usan otros como
«desapego», «desprendimiento», «desapasionamiento», «serenidad», etc. La
siguiente estrofa del Suttanipata define bien el concepto: «Un corazón
desprendido de las cosas mundanas, un corazón donde no hace mella el dolor,
un corazón firme, sin pasión; he ahí la mayor de las bendiciones». Eco de la
misma idea son las inmortales palabras de Kipling: «Si te topas con el Triunfo
y el Desastre, y puedes tratar a esos dos impostores por igual...».
Esencialmente esta virtud consiste en elevarse por encima de la
autoidentificación con los sentimientos ajenos, implicada hasta cierto punto en
el cultivo de la compasión y el gozo. Escribe el comentarista del Canon: «La
característica principal de la ecuanimidad es situarse en un punto central
respecto a los demás, su función ver a éstos imparcialmente, su manifestación
reprimir toda aversión y todo servilismo, su causa próxima observar cómo
cada hombre es fruto de la continuidad de su propio karma». No ha de
confundirse ecuanimidad con indiferencia. Ésta resulta de cerrarse
mentalmente al dolor y la alegría de otros, y es por tanto el polo opuesto de la
compasión.
Según el Bhagavadgita, la ecuanimidad es «una constante e
inquebrantable firmeza de corazón ante cualquier suceso, favorable o
desfavorable». Para conseguirla se requiere trasladar la conciencia a un punto
de vista central, de modo que los acontecimientos puedan contemplarse desde
su «fuente», o sea sus causas, y no desde el perímetro del circulo donde se
revelan como efectos. Trátese de infundir en la mente esta cualidad, de sentirla
hacia un amigo y un enemigo, de extenderla después, por etapas, a todas las
formas de vida!. Así, tras las experiencias del amor, la compasión y el gozo
solidario, regresaremos por fin a ese equilibrio interno que ningún hecho
externo de nuestra vida diaria ha de poder perturbar.
Christmas Humphreys