sábado, 13 de julio de 2019

Concentración y Meditación - LA CONCENTRACIÓN 2



«La concentración es el estrechamiento del campo de la atención en forma y por un tiempo determinados por la voluntad». Estas palabras de Ernest Wood en su libro Raja Yoga explican la famosa historia de Arjuna, relatada por Paramananda en Concentración y meditación. «Una vez, en la antigua India, se celebraba un torneo de tiro al arco. En lo alto de un poste se colocó un pez de madera, uno de cuyos ojos constituía el blanco. Varios aguerridos príncipes pasaron, uno tras otro, a probar su puntería, pero en vano. Antes que cada uno lanzara su flecha, el maestro le preguntaba qué veía, e invariablemente todos respondían: “Un pez en lo alto de un gran poste, con su cabeza, ojos, etc.”. Pero Arjuna, al llegarle el turno, respondió: “Veo el ojo del pez”. Él fue el único que dio en el blanco». La analogía más útil para comprender esto es probablemente la de un reflector. 

Los factores que determinan el valor de un reflector son su potencia, su capacidad para proyectar una luz clara y constante, las dimensiones del campo así enfocado y la facilidad para poder desplazar la luz de un punto a otro a voluntad. El equivalente humano de estos factores determina a su vez el valor de la mente como instrumento de meditación. La concentración desarrolla dichos factores. Debidamente sostenido, el esfuerzo que implica se traduce por una constante ampliación del campo «de enfoque», donde queda excluido todo tema o pensamiento extraño. Huelga decir que no es nada fácil llegar a un grado de auténtica pericia en el arte de la concentración, como ya consta en el Dhammapada: «Ardua de manejar e inestable es la mente, siempre en busca de deleites...», pero «bueno es sojuzgarla; una mente controlada aporta la felicidad». 

Como en muchas otras artes y ciencias, a menudo es aquí también cuestión de maña, y así, tras largos períodos de esfuerzos aparentemente infructuosos, surge de pronto esa habilidad a que aspirábamos. Su resultado inmediato es una reducción del acostumbrado desperdicio de energía mental y, en consecuencia, una mayor reserva disponible de esta última. Viene luego una sensación de autodescubrimiento, una vaga apreciación de la diferencia entre el sujeto que conoce y el instrumento del conocer, entre el hombre y sus distintos «vehículos». Esta apreciación ayuda a su vez a profundizar en lo que significa el dominio de sí mismo. A los ojos del estudiante adquiere un nuevo sentido el famoso pasaje del Dhammapada: «Los regadores llevan el agua adonde quieren; los flecheros dan a sus flechas la forma que desean; los carpinteros curvan y trabajan a capricho la madera; los hombres sabios se labran a sí mismos». 

Como ya decíamos, el pensamiento es el padre de la acción; así, el control del pensamiento lleva a un mayor control de todo el ser humano aun en el plano físico. Al desperdiciar menos energía en inútiles movimientos de las manos y el cuerpo, la fatiga es menor. De este modo, nuestra reserva natural de energía física se mantiene intacta para ser sólo utilizada cuando la voluntad así lo decide, lo cual redunda también en una mejora del estado general de salud. El siguiente paso consiste en una mayor coordinación entre los diversos planos de la conciencia. Mente, emociones y actos comienzan a funcionar al unísono, y el derroche de energía originado por las «preocupaciones» cede el puesto a un esfuerzo tranquilo y deliberado para suprimir esa causa, ese desasosiego. 

Tal es la columna del «haber» en este nuevo balance. En cuanto al «debe», podríamos citar un curioso sentimiento como de desorientación, de aridez mental o, por decirlo así, vacío emocional. 
Cuando esto ocurra, recuérdese que se trata de un período de transición en el que la mente sale por vez primera de su medio habitual, el mundo de los sentidos, y todavía no ha llegado a aclimatarse a los niveles suprasensoriales. Más rara en esta etapa, pero de momento más desagradable, es la experiencia de descubrir que las dificultades ordinarias de la vida, lejos de disminuir, parecen intensificarse con la nueva práctica. Todos cuantos tratan de acelerar el lento ritmo de la evolución atraen automáticamente hacia sí un volumen creciente de su anterior karma. Si esto resulta enojoso para la personalidad, el «hombre esencial» debe por el contrario alegrarse de ello, pues sólo cuando su propio karma se haya agotado podrá avanzar resueltamente hacia el ideal, la Iluminación de toda la humanidad. Por otro lado, el neófito descubre al mismo tiempo algo que le compensa del malestar a que acabamos de aludir: en la medida en que va controlando sus «vehículos», mejora su reacción mental ante el ambiente. 

La mera capacidad de concentrarse basta para provocar una mejoría en el carácter, y el estudiante empezará a darse cuenta de que «los hechos carecen de importancia: lo que vale es su significado». Los hechos son sólo eso, hechos, y al individuo le toca decidir cómo ha de reaccionar ante ellos. Como ya lo dijo Epicteto, «si un hombre es desdichado, sepa que la única razón de su desdicha radica en él mismo». Jamás el sabio permitirá que el cambiante rostro de las circunstancias venga a turbar su serenidad interior. Antes de pasar a la práctica propiamente dicha de la concentración, nos parece oportuno hacer notar que existe una neta distinción entre el desarrollo de la mente, que estamos considerando, y el desarrollo de las emociones, al que más adelante dedicamos un capítulo. Teniendo esto bien presente, no le será difícil al neófito responder a quienes opinan que la concentración es «fría» y «aburrida». Ello le recordará también que las emociones no son temas apropiados para ejercitarse en concentrar la mente. Por supuesto, tienen su valor como temas para lo que llamamos «Pequeña Meditación», pero no para adquirir esa capacidad de enfocar los pensamientos hacia un único punto, como se pretende al practicar la concentración. 

La concentración en general 

El tema de la concentración ofrece dos aspectos: general y particular. El primero consiste en cultivar una forma habitual de pensamiento; el segundo comprende los ejercicios especiales que tienden a desarrollar esa cualidad de la mente. Los manuales suelen insistir demasiado en este segundo aspecto y demasiado poco en la necesidad de fomentar una recta actitud mental a todo lo largo del día. En su Introducción al Yoga, escribe Annie Besant: «Muchos se sientan a meditar y, una vez concluida la meditación, se extrañan de no hacer ningún progreso. ¿Cómo es posible suponer que media hora de meditación y veintitrés horas y media de disipación de los pensamientos a lo largo del día lleguen a capacitar a alguien para concentrarse bien durante esa media hora?. El día y la noche han desecho lo logrado por la mañana, como le sucedía a Penélope, que destejía lo tejido anteriormente». A menos de aplicar durante el resto del día lo aprendido en el ejercicio de la mañana, no se hará progreso alguno. Es más, cuando se mantiene constantemente la recta actitud, llega un momento en que los ejercicios especiales no son ya necesarios. 

Así escribía cierto estudiante desde un monasterio Zen, en el Japón: «A medida que uno va progresando, la meditación sobre el propio koan continúa durante todas las horas de vigilia y, según creo, también durante el sueño. Los monjes más adelantados no dedican prácticamente ningún tiempo a la meditación “formal”, y no obstante han de ir a entrevistarse (con el abad) para ejercitar el koan tan a menudo como los monjes jóvenes que consagran la mayor parte de su tiempo de paseo a la meditación en sentido estricto. Cuando la meditación ha llegado a ser un hábito de la mente, su aspecto formal se descarta en la medida de lo posible». Las siguientes sugerencias pueden ser útiles para fomentar esa actitud mental: 

1. Lograr un buen estado físico y mantenerse en él 

Recuérdese que aun en la meditación más elevada la conciencia debe funcionar a través del cerebro físico y que, si el cuerpo no está en buenas condiciones, el cerebro tampoco funcionará con pleno rendimiento. En las circunstancias de la vida moderna no resulta fácil mantenerse en buena forma física, pero un pequeño esfuerzo por tomar lo más posible el sol, respirar aire puro, dormir lo suficiente e ingerir alimentos sanos nunca queda sin recompensa. Más de un adepto del yoga ha hecho notar que no pueden obtenerse buenos resultados con un cuerpo «sucio», es decir, un cuerpo mal regulado interiormente por grande que sea su limpieza externa. 

De ahí el dicho «la clave del yoga reside en los intestinos», y no cabe duda que un uso abundante del agua pura, tanto por dentro como por fuera, contribuye no poco a darnos y conservarnos un instrumento físicamente sano. Una vez conseguido este cuerpo sano, hay que aprender a dominarlo. Trátese como el animal que es, con consideración pero también con firmeza, entrenándolo a obedecer por medio de ejercicios de control físico. Sobre todo debemos distinguir muy bien entre lo que son nuestros deseos y sus deseos. No soy yo, sino mi cuerpo, quien pide con insistencia tabaco, dulces, comodidades, calor, perfumes, etc. Para inculcar al cuerpo este hecho, debe acostumbrársele a renunciar, al menos por algún tiempo, a este o aquel «capricho», ya se trate de cigarrillos o café, de ropa interior fina o de esos diez minutos «extra» en la cama. Igualmente ha de cultivarse una indiferencia filosófica frente al tráfago y las sacudidas de la vida diaria, haciendo oídos sordos a las eternas quejas del cuerpo que reclama la satisfacción de sus deseos físicos. 

  2. Concentrarse en la tarea que se tiene entre manos 

«El vaivén de la vida cotidiana, la tarea común, nos proporcionan cuantas oportunidades podamos desear» para el desarrollo de una permanente agudeza mental. Con la sabiduría que confiere la experiencia, escribía cierto estudiante: «Antes de poder meditar, uno debe aprender a concentrarse; de lo contrario, aunque corran a raudales la voluntad y la inspiración, faltará un tercer ingrediente no menos necesario: la técnica. Empieza por convertir toda tu jornada en un ejercicio de concentración, considerando cada uno de tus actos como lo único que en ese momento vale la pena hacerse. Primero dite a ti mismo: “Voy a concentrarme durante (por ejemplo) una hora en hacer esto, despreocupándome de todo lo demás. Lo haré sin pensar para nada en mí, sólo porque esa cosa es lo que debe hacerse en ese tiempo». Olvídate luego de la necesidad de concentrarte y pon manos a la obra, ya sea el caso de preparar un examen, redactar un documento o limpiar una habitación». Para acumular la energía indispensable a este esfuerzo sostenido, debe procurarse eliminar toda actividad ociosa y sin objetivo: mental, emocional o física. 

El ideal sería que cada uno de nuestros pensamientos y actos obedeciera a un fin determinado y deliberadamente útil. Ya hemos aludido a la necesidad de refrenar en lo posible todo amaneramiento o movimiento físico superfluo; lo mismo se aplica a las ideas y sentimientos. Con frecuencia nos pasamos largos ratos «soñando despiertos», engolfados en elucubraciones ociosas o dándole vueltas en nuestra mente a algún hecho o circunstancia trivial. Esto ocurre también cuando nos dejamos llevar por las emociones sin que a ellas corresponda ningún pensamiento o acción. Recrearse en estímulos emocionales puede tener cierto encanto y procurarnos pequeñas satisfacciones momentáneas, pero no hace sino multiplicar los obstáculos en el camino del autodominio. 

Si dejamos de derrochar así nuestras energías en cosas sin importancia, será mayor nuestra capacidad para organizar las tareas del día y llegar a realizar un máximo de trabajo útil en un mínimo de tiempo. Es un hecho proverbial que el hombre más atareado logra con mayor facilidad que otros asumir una nueva obligación y que un horario eficazmente ordenado, en combinación con un buen uso de la energía disponible, permitirá al futuro meditador disponer de tiempo y energía suficientes para dedicarse a ese sublime ejercicio. La Vida oscila sin cesar, bien lo sabemos, entre polos opuestos. 
Así como se suceden a intervalos regulares el día y la noche, así también alternan el trabajo y el descanso, y precisamente en esos instantes de relativo reposo es donde aparece con todo relieve la diferencia entre el estudiante experto y el inexperto en desarrollo mental. 

El principiante gasta su energía en estériles conversaciones, en divagaciones mentales, en vagas revisiones de sus pasadas experiencias, en inquietudes sobre hechos aún no acaecidos o en mil otras cosas inútiles. Si en ellas dilapidara oro en vez de energía mental, todos lo tratarían de loco derrochador y ningún hombre prudente osaría acercarse a él. El discípulo provecto, al contrario, conoce el valor de la mínima oportunidad y aprovecha esos instantes de aparente ocio para perseguir algún fin útil. Quienes aún practican la concentración los consagran a uno u otro ejercicio, siempre dirigido al objetivo que pretenden, y quienes ya se encuentran en la etapa de la meditación retienen en la mente alguna frase para «rumiarla» en esos tiempos libres, o llevan en el bolsillo cualquiera de los muchos libros de sabiduría espiritual con cuyo contenido se alimenta el ser interior. 

Cuando uno llega a darse cuenta, por ejemplo, de que no sólo miles de personas han leído de esta manera y aun aprendido de memoria The Light of Asia (La luz de Asia) de sir Edwin Arnold, sino que el propio autor redactó la mayor parte de su libro en trozos sueltos de papel, aprovechando esos momentos «perdidos» a lo largo del día, tendrá por fin una idea del valor que pueden adquirir tales «claros» en el bosque del quehacer ordinario. A veces oímos la siguiente objeción: si cada momento libre se dedica a esa actividad, ¿Qué tiempo queda para el necesario descanso?. Sólo la experiencia es capaz de confirmarnos esta paradoja, a saber, que dicho hábito, lejos de contribuir a un mayor agotamiento de la persona que lo ha adquirido, le robustece la mente. Una vez arraigado el hábito, se comprobará que la mente, de lo contrario inocupada, tiende a volver por sí sola y de modo automático al tema o frase central del ejercicio de concentración; llenando así su día con una serie de «momentos espirituales», el estudiante se encuentra con una «máquina de pensar» bien entrenada y acostumbrada a una actitud de permanente concentración, que puede tener por objeto un problema mundano, si así lo ha decidido, o un tema de valor más duradero para el hombre interior. Incluso cuando llega el momento de tomarse un merecido descanso, es recomendable detener la mente en algún tema útil e interesante, o bien aprender a suspender toda actividad mental. 

El arte de la relajación está hoy muy olvidado, pese a que nunca ha sido tan necesario como en estos tiempos de continuo derroche de energía. Recuérdese la etimología de la palabra recreo, que viene de «re-crear», «re-creación». No se trata, pues, de desperdiciar más energía en estériles pasatiempos. 
La ávida lectura de periódicos, por ejemplo, constituye la apoteosis de lo distractivo, destruyendo el efecto de los ejercicios de concentración. Mucho más valor de auténtico «re-creo» tienen la buena literatura, la buena música, la poesía y, cuando las circunstancias se prestan a ello, ciertos juegos de paciencia, como rompecabezas y otros similares que entretenían a las antiguas generaciones, pero que ya no satisfacen al hombre actual, ansioso de velocidad y emociones tuertes. 

Guardémonos, con todo, de imitar el cómico ejemplo de «concentración» que apareció una vez en las páginas de Punch, donde veíamos a una mujer sentada en un sillón y haciendo calceta, leyendo un libro, oyendo la radio, meciendo una cuna con el pie, hablando con su marido... ¡todo ello al mismo tiempo!. La otra cara de la medalla es aprender a practicar el arte de la completa relajación de cuerpo y mente. El que lo logre comprobará que diez minutos de este relajamiento le descansan más que varias horas de sueño agitado. Si es posible, se recomienda tenderse a todo lo largo en el suelo; si no, relajarse en un sofá o aun en una silla. Aflójese la ropa demasiado estrecha y procédase a relajar deliberada y conscientemente cada parte del cuerpo. 

Luego, con los ojos cerrados, trátese de «visualizar» la oscuridad más absoluta, hasta llegar a sentirse como flotando en un silencioso vacío. Por último, inténtese apartar de la mente todo pensamiento o sentimiento, imaginando ese estado descrito por Swinburne: «Un sueño eterno es una eterna noche». Aunque no se dediquen más que cinco minutos diarios a este ejercicio, una vez adquirida la costumbre, se verá que redunda en una profusión de nuevas energías, así como en una gran claridad y vigor mentales. 

  3. Situar con nitidez toda cuestión y dominar cada acto 

Es un hecho sorprendente que muy pocas personas piensan de veras, aunque muchos creen que lo hacen. La psicología moderna ha demostrado que la mayor parte de la gente utiliza un porcentaje mínimo de su verdadera capacidad mental. Pensar constituye un proceso que tiene que aprenderse como cualquier otra ciencia o arte, y es lamentable que en nuestras escuelas se dedique tanto tiempo a la adquisición de conocimientos y casi nada a digerirlos y emplearlos correctamente cuando ya se poseen. El material del pensamiento es doble: consta de hechos e ideas. Ahora bien, ¿cuántos seres humanos son capaces de engendrar, analizar y expresar adecuadamente una idea?. La respuesta, si es honrada, resulta bien dolorosa. La mayoría de los hombres, en efecto, no parecen darse cuenta de que disponen de un «mecanismo del pensamiento». 

Muy a menudo se comportan como si sus actos no fueran más que reflejos automáticos en respuesta a otros tantos estímulos externos; sus reacciones son tan inmediatas que la razón no tiene tiempo de intervenir en ellas. Antes de actuar, de «comprometerse» en una acción, el hombre perfecto se preguntará, a insistirá en obtener una respuesta veraz, por qué está a punto de obrar así. Esto, que suena como un ideal imposible, es un ejercicio de concentración de suma eficacia. Hasta que uno no adquiera el hábito de averiguar de antemano el cómo y el porqué de cada uno de sus actos, no le será posible concentrar todas sus facultades en ejecutarlo bien. Más adelante mencionaremos una prolongación de esta práctica: la meditación sobre el motivo recto. De momento basta con indicar la necesidad de dominar cada uno de nuestros pensamientos y actos, desde el comienzo hasta el final del proceso. No repitamos ya nunca más esa indigna frase con la que a veces tratamos de disculpar nuestro atolondrado proceder: «Lo hice sin pensar». 

El daño causado, si daño hay, no disminuye por ser fruto de la irreflexión, ni son por ello menos nefastos sus efectos en el karma. Una vez consumado el acto, debemos decidir si deseamos o no recordarlo. Muchos hombres se vanaglorian de poseer una excelente memoria; otros se enorgullecen de su aptitud para olvidar. ¿Por qué cargarnos con un tremendo peso de viejos recuerdos para caminar por la vida?. Conviene, sí, almacenar los de valor y clasificarlos en nuestra mente con todo detalle; por lo demás, limitémonos a ejecutar cada acto de manera impersonal, aunque de modo reflexivo y deliberado, y luego, por decirlo así, arrojémoslo al cesto de los papeles. 

4. Controlar nuestra reacción ante las opiniones y emociones de la masa 

De la necesidad de dominar cada uno de nuestros pensamientos y actos se desprende el arte, más sutil, de distinguir entre nuestros propios pensamientos y los que provienen de fuera. Cuando algún pensamiento nos impele a actuar, preguntémonos: «¿Es mía esta idea?. 
¿Es ésta mi verdadera opinión, previamente sopesada, o se trata de un simple eco, aún sin asimilar, de lo leído en el periódico de la mañana u oído en la tertulia del club?». 
Dado el actual influjo de la gran prensa en las masas, no es hoy nada fácil formarse y conservar una opinión propia, sobre todo si va en contra de la corriente general. Al estallar una guerra, por ejemplo, más de uno se siente arrastrado por las hábiles consignas patrióticas con que cierta propaganda apela a sus «deberes» de ciudadanos, y sinceramente cree que ese patriotismo de pacotilla que enaltece a las masas se identifica con su propio y deliberado punto de vista. 

En otro orden de cosas, pocas son las mujeres que no se dejan influir por los dictados de la moda, una moda que a veces ni siquiera les agrada o les sienta bien, pero que acaban por adoptar con la ilusión de que lo hacen libremente y por propia iniciativa. De ahí la necesidad de un discernimiento vigilante que permita ver claro cada vez que se presenta una nueva idea. Este discernimiento desempeña el papel de un filtro mental que impide el paso a toda opción ajena a la parte mejor de nuestra naturaleza. Si esto llegara a ser una práctica común, se eliminarían de un plumazo no pocos chismes desagradables y destructivos, propalados por mentes ligeras de las que ni siquiera una por cada diez está realmente convencida de lo que va contando a otros. 

De igual modo el hombre sabio tratará de controlar sus reacciones emocionales. Nos extenderemos algo más en este punto al hablar de la meditación sobre los Cuerpos; por ahora es suficiente señalar la importancia de dominarse en cuanto al modo de reflejar las emociones «de la masa», ya sean de cólera, elogio indiscriminado, miedo, etc. Porque los amigos, o la prensa, o el país entero deciden cubrir de injurias a una persona, criticar el carácter o la conducta de otro país... ¿hemos de hacerles el juego?. El hombre prudente determina por sí mismo cuál debe ser su propia reacción en cualesquiera circunstancias, y piensa, siente y actúa en consecuencia. 

Valor del recato 

Todas estas prácticas, llevadas a cabo con honradez, contribuyen al desarrollo de una facultad que la palabra «recato» designa con bastante precisión. Es ésta una cualidad compleja, uno de los rasgos distintivos de la auténtica espiritualidad, y en ninguna parte aparece con más claridad que en el budismo. El propio Buda insistió muy especialmente en su valor. En cierta ocasión le preguntaron por el significado del dominio de sí mismo, al que tanta importancia atribuía. He aquí la respuesta del Maestro: «¿Cuándo, hermanos, podéis decir que uno de vosotros se domina a sí mismo?. 
Cuando al irse de casa o al regresar actúa con compostura. 

Cuando al mirar hacia delante o hacia atrás actúa con la misma compostura. Cuando al doblar o extender un brazo lo hace recatadamente, y así en todos sus movimientos corporales. Cuando al comer, beber, masticar, tragar, satisfacer las necesidades de la naturaleza, caminar, ponerse en pie, sentarse, dormir, despertarse, hablar, guardar silencio... se muestra siempre compuesto y recatado. Entonces podéis decir que ese hermano se domina a sí mismo». Tal equilibrio interior, digno y exento de todo apasionamiento, no puede menos de suscitar la respetuosa admiración de cuantos aspiran al dominio de sí mismos. Y sin embargo, sólo es el resultado de una fidelidad consciente a las sugerencias que antes apuntábamos. A medida que el estudiante va progresando en ese autodominio, ve con creciente claridad que todo lo que existe es fruto del pensamiento; advierte también que su centro de interés se desplaza del mundo visible de los efectos al mundo inmaterial de las causas. 

Aun en esta temprana etapa, empieza ya a experimentar el flujo y reflujo de las cosas mundanas y a sentirse cada vez más en contacto con aquellos que saben «observar, obrar con resolución y guardar silencio». No es ya un mero títere movido por la opinión de las masas, sino un colaborador eficaz de las fuerzas de la naturaleza, que avanza inteligentemente con ellas hacia el mismo fin benéfico. Cuando tal suceda,será bueno examinar una vez más los motivos que inducen a continuar por ese camino, pues la sabiduría más profunda advierte al aspirante que «a menos que cada paso en el crecimiento interior tenga su correspondiente expresión en el servicio a la humanidad, está recorriendo un sendero peligroso y sus esfuerzos son vanos». 

Ejercicios particulares de concentración 

Como ya hemos explicado, llega un momento en que se prescinde de los ejercicios especiales practicados a determinadas horas del día, pero a la mayoría de nosotros nos es indispensable adquirir ese hábito de fijarles un tiempo y lugar, si queremos hacer progresos. 
Las sugerencias que siguen pueden ayudarnos a aprovechar bien esos instantes privilegiados. 

  Hora y tiempo 

Por razones obvias, la mañana es mejor que la tarde o la noche. Primero., porque las corrientes terrestres van en aumento hasta el mediodía, para declinar progresivamente a partir de entonces hasta las doce de la noche. Desde luego, más vale meditar por la noche que no meditar a ninguna hora, pero en tal caso, cuando las fuerzas terrestres están en su punto más bajo, han de tomarse especiales precauciones para no adoptar una actitud mental negativa. De ordinario no se corre riesgo alguno en la concentración, mas al ser ésta un mero preliminar a la meditación, conviene acostumbrarse desde el principio a escoger el período más indicado del día para esas prácticas. Hay también otros motivos que nos invitan a hacerlo así. Después de una noche de sueño reparador, el cerebro está fresco y las múltiples vibraciones del trajín diario no han venido todavía a «perturbar las aguas del pensamiento». Hasta cierto punto en la concentración y mucho más aún en la meditación, el estudiante observará que, si comienza la jornada centrando su atención en «las cosas importantes», toda la labor de cada día se le representará en su verdadera perspectiva. 

Muchos empiezan y terminan el día con este ejercicio, y aun a veces encuentran la oportunidad de dedicarle algunos minutos más a mitad de jornada. Resulta de gran valor reservar el momento del mediodía para recogerse, ya que esta hora es el punto cumbre del ciclo diario, como hemos dicho. 
Por ello tantos grupos y sociedades espirituales escogen precisamente ese período para entrar en contacto mental con las fuerzas benéficas esparcidas por el mundo. En Oriente se señalan como los tres mejores momentos para meditar el alba, el mediodía y el ocaso. Si muchas veces no es fácil asegurar la continuidad del ejercicio al alba y a la puesta del sol, siempre queda disponible el mediodía, que además es el período culminante de la actuación de las fuerzas positivas. Sean cuales fueren la hora y tiempo escogidos, han de mantenerse con estricta regularidad. 

La mente, como el cuerpo, trabaja mejor inserta en una rutina. Basta omitir el ejercicio un solo día para que cueste luego tres o cuatro recuperar lo perdido. Es cierto que llegaremos a un punto en que aun este hábito tendrá que dejarse atrás, pero el hombre sabio no desprecia tales ayudas, por adventicias que parezcan, hasta que de veras aprende a prescindir de ellas. La disciplina mental implicada en el hábito que estamos describiendo es como el andamiaje levantado en torno de un edificio en construcción. Terminado éste, desaparecen los andamios; pero hasta entonces no puede prescindirse de ese medio indispensable para dar cima a la obra comenzada. 

Así pues, si las circunstancias no permiten cosa mejor, dedíquense al menos cinco minutos diarios al ejercicio, pero regularmente, es decir, todos los días sin interrupción. Luego, cuando ya resulte más fácil y uno se sienta con más ánimos para ello, esos cinco minutos podrán convertirse en un cuarto de hora dos o tres veces al día. No es posible dictar normas eficaces en cuanto a la longitud del ejercicio, ya sea de concentración o meditación, pero todos los maestros experimentados coinciden en que al principio ha de durar poco. Quince minutos suelen estimarse ampliamente suficientes durante los primeros doce meses, y aun cinco minutos bien aprovechados, con tal que sean regulares, llegan a producir notables resultados. Sobre todo téngase en cuenta que, de equivocarse, es mejor hacerlo a favor de la brevedad. La más modesta tentativa de concentración estimula los centros nerviosos del cerebro en forma nunca experimentada antes, y por ello debe evitarse todo exceso que pudiera ser origen de graves trastornos. Comiéncese, pues, por un ejercicio breve, que se irá prolongando poco a poco según lo aconsejen el propio bienestar y la experiencia. 

Al fin y al cabo, la calidad del esfuerzo cuenta más que la cantidad, para lograr los resultados que se pretenden. Si al principio se nos antoja curiosamente difícil «encontrar tiempo», por breve que sea, para practicar con regularidad los ejercicios, recuérdese que uno ha decidido ya de una vez para siempre que en el programa de cada día no existe nada más importante, o ni siquiera tan importante, y también que el día consta de veinticuatro horas. Un mínimo de interés, una firme resolución y un pequeño reajuste de la rutina diaria es todo cuanto precisa el verdadero aspirante para escoger y reservarse al menos un breve lapso de tiempo cada día. Una vez bien asegurado esto, él mismo se sorprenderá al ver la facilidad creciente con la que encuentra tiempo para dedicarlo a su ejercicio favorito.


Lugar 

Poco importa dónde se practiquen los ejercicios, con tal que el lugar escogido excluya toda distracción externa y sea siempre el mismo. Si el clima y modo de vida lo permiten, es mejor meditar al aire libre que dentro de casa, pero para los que viven en ciudades el lugar más indicado es probablemente el propio dormitorio. En verdad, pueden considerarse afortunados quienes en su casa disponen de una pequeña habitación reservada exclusivamente al silencio y recogimiento. 

Postura 

Cualquier postura es buena para concentrarse, aunque, desde luego, siempre es más fácil hacerlo sentado y en el silencio de una catedral que de pie en el metro a las horas punta. En cuanto a la meditación, deben cumplirse al menos tres requisitos para que sea eficaz, y, por los motivos antes expuestos, lo ideal es adquirir desde el principio los buenos hábitos relativos al tiempo y la postura. La cabeza y espina dorsal permanecerán erguidas, y todo el cuerpo ha de formar un circuito cerrado, bien en equilibrio y con los sentidos alerta, pero a la vez relajado y confortable. Si se puede prescindir sin incomodidad de todo apoyo para la espalda, tanto mejor; si no, apóyense ligeramente los hombros en algo que les sirva de soporte, como la pared, y póngase un pequeño cojín en el hueco de la espalda. La cabeza puede estar totalmente erguida o un poco inclinada hacia delante, en la actitud que presentan la mayoría de las imágenes de Buda. 

Los ojos se mantendrán cerrados o entreabiertos. En el segundo caso, la vista reposará sobre un objeto previamente determinado. De ambas maneras se puede meditar bien, pero la segunda es mejor para los ojos, ya que la contemplación prolongada de un objeto fatiga a veces el nervio óptico. 
Las manos descansarán cruzadas en el regazo. Respecto al resto del cuerpo, el estudiante es libre de sentarse con las piernas cruzadas en el suelo, un taburete bajo o un diván, o hacerlo simplemente en una silla adoptando la postura ordinaria. La primera condición es estar cómodo, para poder olvidar cuanto antes la existencia misma del cuerpo. Si se utiliza una silla, procúrese al menos cruzar los pies. Esto equivale a cruzar las piernas en las posiciones tradicionales. Cerrando así el circuito corporal, como antes decíamos, se aprovecha al máximo la energía generada durante la meditación, y las fuerzas positivas y negativas del cuerpo encuentran más fácilmente su equilibrio. Algunos prefieren meditar paseando. Es cierto que los claustros monásticos fueron construidos con este fin, pero no parece que un cuerpo en movimiento favorezca la total abstracción del plano físico tanto como el que deliberadamente busca la máxima quietud compatible con una conciencia despierta. 
Mas aquí también el estudiante debe decidir por sí mismo y «obrar su propia salvación con diligencia». 

Relajamiento 

Una vez adoptada la postura más conveniente, ha de atenderse a que ningún músculo esté tenso sin necesidad, pues el cuerpo no puede ser olvidado si se siente incómodo o con deseos de moverse. Trátese de imitar la excelsa serenidad que reflejan todas las imágenes del Buda. Muy a menudo, cuando se ha logrado la máxima concentración mental, el cuerpo se pliega dócilmente a los requerimientos del espíritu. Cierta tensión típica entre las cejas, una mandíbula demasiado apretada, hombros inconscientemente encorvados, manos tensas..., todos estos pequeños hábitos, familiares a cualquier maestro, deben eliminarse lo antes posible. Hay que aprender a disociar las funciones físicas de las mentales. Usando de una analogía que entenderán con facilidad los conductores de automóvil, hay que cortar el contacto entre el motor (la mente) y el vehículo (el cuerpo). Para llegar a la postura ideal, muévase acompasadamente a uno y otro lado la mitad superior del cuerpo, relajando al mismo tiempo cada músculo de manera deliberada, en especial los músculos de los hombros y el cuello. Cuando por fin el cuerpo se quede parado y en reposo es probable que se haya alcanzado lo que se pretendía: un cuerpo «sereno, relajado y olvidado». 

  Respiración 

Lo siguiente es aprender a respirar. Mucho se ha escrito sobre esta práctica, que puede considerarse desde cuatro puntos de vista: primero, como medio de apaciguar el cuerpo; segundo, como tema propio de la concentración; tercero, como forma de yoga para desarrollar las facultades internas; y cuarto, como parte integrante de la meditación sobre los «cuerpos». De momento sólo nos concierne el primer aspecto, pero aun en esta etapa se impone un serio aviso aplicable al tema en su totalidad. Como escribía el Maestro K. H. en su correspondencia con A. P. Sinnett, el uso desordenado e imprudente de los ejercicios de control respiratorio «abre de par en par las puertas a toda clase de influjos de oscura procedencia», mientras nos hace «impermeables a las fuerzas del bien». Cuando el cuerpo no está completamente purificado y falta todavía mucha experiencia, el ejercicio de respiración especial puede llegar a ser muy peligroso. Lejos de contribuir al desarrollo espiritual del estudiante, lleva a éste por los tortuosos caminos de cierto desarrollo psíquico que más vale evitar en esta temprana fase. Es tan fácil como arriesgado, en nuestra ignorancia, desencadenar fuerzas sobre las que no ejercemos ningún control y que, por el contrario, nos convierten en meros juguetes de entidades absolutamente posesivas. Por eso el modo más seguro y juicioso de proceder para los principiantes consiste en limitarse a media docena de respiraciones lentas y profundas, a fin de inducir un estado general de reposo físico y facilitar así el máximo rendimiento de la actividad cerebral. 

  Comienzo 

Concluidos estos preliminares, no queda más que armarse de valor y empezar el ejercicio. 
No se sorprenda el principiante de que dediquemos largos párrafos a cosa de apariencia tan anodina como un simple «comenzar». Sepa que, de cada doce personas aplicadas al estudio del desarrollo mental, una sola llega a cruzar el puente que separa la teoría de la práctica. Según un dicho, que encierra no poca sabiduría, la senda hacia la perfección sólo implica dos reglas: empezar y continuar. ¿De qué sirve comprar un billete de tren si uno no sale de viaje, o procurarse alimentos y cocinarlos para después no comerlos?. Aquí reside la diferencia entre conocimiento y sabiduría: esta última nace de la experiencia adquirida al aplicar lo que se conoce. Ningún gran maestro de hombres basa su enseñanza en puras teorías; todos los auténticos maestros transmiten el mensaje de su propia experiencia. Deténgase, pues, el lector en este punto del libro, y no siga leyéndolo a no ser que de veras tenga la intención de practicar sus enseñanzas, porque el conocimiento engendra responsabilidad, y el conocimiento no aplicado puede serle causa de aflicción. 

Quienes decidan continuar deberán hacer acopio de voluntad, animar ésta con la fuerza de un deseo recto y tratar de iluminar con su propia luz interior la senda que se disponen a recorrer, sin olvidar que las mil dificultades que irán surgiendo a lo largo del trayecto no son sino facetas de un mismo e implacable enemigo: el Yo. El primer preámbulo a cada ejercicio de concentración ha de ser un acto de voluntad. Formúlese en la mente la firme intención de mantenerse fiel a lo propuesto y enúnciese luego para uno mismo. Por ejemplo: «Ahora voy a concentrarme durante tantos minutos y en ese tiempo ninguna otra cosa me interesa». Si las preocupaciones mundanas persisten y parecen seguir todavía revoloteando alrededor de la mente, despáchense lo antes posible y déjense a un lado, como cuando se ata a un perro díscolo hasta el momento de sacarlo a pascar. 

Lo mismo se liara con cada deseo que amenace con perturbar la serenidad del espíritu.
A continuación, determínese el programa de trabajo para esa «sesión». Es importante concretarlo bien, a fin de ahorrar tiempo durante la concentración y no andar mariposeando de un tema a otro según el capricho del momento. No existe un método único de concentración que sirva a todos los individuos por igual: «La Senda es una misma para todos, mas los medios varían con el peregrino». 
O bien: «Los caminos que conducen a la Meta son tan numerosos como las vidas de los hombres». Han de tenerse en cuenta las distintas mentalidades. Entre los neófitos se dan tipos predominantemente intelectuales o devotos, imaginativos o prácticos, impetuosos o tranquilos... Cada uno debe pues escoger su método de trabajo según el caso, siguiendo la ley de la mínima resistencia o esforzándose de intento por desarrollar alguna cualidad interna más o menos latente. Cualquiera que sea el método elegido, pruébese a fondo y con insistencia antes de cambiarlo por otro. Hay que tener fe en el propio juicio, si la opción se ha hecho tras atento examen de las razones en pro y en contra. Aun cuando los «resultados» no se dejen ver en seguida, conviene tener paciencia y seguir adelante. Recuérdese que toda experiencia es útil y que, hasta descubrir el método ideal, son necesarios no pocos tanteos y errores. 

  ¿Objeto o idea? 

Los especialistas del tema que nos ocupa están divididos en cuanto al valor respectivo de concentrarse, durante las primeras etapas, en un objeto o en una idea. En sentido estricto, con todo, hablar de «concentrarse» en una idea es abusar del lenguaje. Este proceso corresponde más bien a la meditación, pues para que una idea tenga valor ha de ser mentalmente asimilada, cosa que no pretenden los ejercicios puramente objetivos englobados en el término «concentración». Más no se trata sólo de una sutileza verbal. Al escoger un tema de concentración, es preciso tener bien presente y determinar con exactitud lo que uno intenta hacer. Cuando el «reflector» de la conciencia se enfoca hacia un punto o campo definido de atención, posee, como si dijéramos, dos cualidades: extensión e intensidad. Al enfocar, por ejemplo, un paisaje distante, la luz puede difundirse sobre toda una aldea o concentrarse en el campanario de la iglesia: la intensidad de la luz varía entonces en proporción inversa a la amplitud, del campo de visión. Así sucede con la concentración mental. Siendo su objeto aprender a enfocar la atención en un punto y detenerse en él a voluntad, resulta evidente que cuanto más sencillo y restringido sea ese punto más intensa será la concentración. 

Por otra parte, aun prescindiendo de estas consideraciones lógicas, la experiencia enseña que, hasta que la propia fuerza mental no ha alcanzado un grado notable de desarrollo, el campo en que puede concentrarse la atención es muy limitado, y por eso un objeto amplio, como la pura abstracción, no es apropiado para el principiante. La experiencia y la lógica coinciden, por consiguiente, en que un objeto físico constituye el mejor punto de enfoque en estos primeros ejercicios de concentración. El estudiante hará bien en practicarlos a fondo antes de pasar a otros más difíciles, es decir, a aquellos que se orientan a objetivos más abstractos. 

  Dificultade

En cualquier caso, pronto surgirán dificultades, a las que conviene que pasemos revista antes de ocuparnos de los ejercicios propiamente dichos, o de una serie de los mismos que nos sirvan de modelo. 

1. Agitación creciente 

«La queja universal de quienes comienzan a practicar la concentración es que, a la menor tentativa de concentrarse, experimentan una creciente agitación mental. Hasta cierto punto esto es verdad, ya que la ley de la acción y reacción funciona aquí como en todos los demás campos, y la presión a que se ve sometida la mente provoca en consecuencia una reacción.» Annie Besant, que dedica todo un capítulo a los «obstáculos para la concentración» en su libro Thought Power (La fuerza del pensamiento), se apresura a indicar que dicha agitación es en gran parte ilusoria: «Mientras el hombre se deja llevar por cada movimiento de la mente, no se da cuenta de la actividad y agitación de la misma; pero en cuanto decide estabilizarse y resistir a tales impulsos, percibe con viveza esos incesantes movimientos que hasta entonces le habían arrastrado». Cada uno de los varios «vehículos» que permiten el funcionamiento de la conciencia tiene una vida colectiva que le es propia, y así nuestra «máquina de pensar», que durante innumerables vidas desconoció lo que era obedecer, se rebela naturalmente ante las primeras tentativas de dominio. 

Es como un potro joven y fogoso que tiene que domarse. El estudiante se encuentra por vez primera en la situación de desafiar a su propia mente, batalla que es como un preludio de la que se describe en La voz del silencio: «La mente es el gran asesino de lo Real. Aprenda el discípulo a matar al asesino». Imaginémonos a un domador experimentado tratando de desbravar un potro salvaje, empuñando tenazmente las riendas mientras el furioso animal se esfuerza en vano por liberarse; y recordemos que tarde o temprano el potro acabará por aprender a galopar, trotar o quedarse quieto según se lo ordene el jinete. 

2. Otras dificultades 

En las páginas que preceden hemos mencionado ya diversas dificultades con las que tropieza el que trata de concentrarse o meditar. Tales dificultades se presentan constantemente. Por ejemplo, la impaciencia ante la falta de «resultados» suele ser síntoma de una sospechosa motivación; toda una serie de efectos desagradables como dolores de cabeza, insomnios, irritabilidad, etc., denotan muchas veces que uno se ha excedido en los estímulos, y deben eliminarse inmediatamente reduciendo la duración de los ejercicios. También ha de reprimirse, como ya decíamos, toda tendencia a la búsqueda obsesiva de «gurús». En la gran empresa que hemos acometido, las primeras etapas deben recorrerse sin compañía, y es imprudente imaginar que cualquier pequeño éxito nos hace acreedores a la atención de los más adelantados. Jamás olvide el estudiante que el orgullo espiritual es la última de las cadenas que han de romperse y que este monstruo de siete cabezas, como la Hidra, volverá a resurgir una y otra vez a lo largo del camino. Igualmente nos hemos referido a la paradójica y creciente sensación de malestar que tan a menudo suele experimentar el neófito en las primeras etapas. Téngase siempre en cuenta que todo karma es el resultado de acciones neta e irrevocablemente pasadas, pero en tanto no lleguemos a una purificación completa seremos de poco valor para la humanidad. 

Llevados con buen ánimo, los frutos de un sombrío karma pueden convertirse en fuente de fuerza espiritual y prepararnos así para afrontar el «torbellino de pruebas» que inevitablemente acompaña a todo verdadero esfuerzo de desarrollo mental. 

  Pensamientos intrusos 

Mucho más difícil es el problema que plantean los llamados «pensamientos intrusos». Ya sea el objeto de nuestra concentración una caja de fósforos, un color, un diagrama o el ritmo respiratorio, otros mil pensamientos inducidos por el mismo objeto o totalmente independientes de él forzarán su entrada en nuestro campo de visión, tratando de distraer la mente y llevarla por otros caminos. ¿Cómo actuar en este caso?. ¿Debemos reprimirlos, hacer como si no existieran o encontrar un medio para tenerlos a raya?. Tales parecen ser las tres únicas opciones que podemos adoptar cuando se presentan. 

1. No reprimirlos 

Es muy peligroso utilizar la voluntad para reprimir o expulsar de la mente los pensamientos intrusos, pues los efectos de este esfuerzo serían análogos a los de parar la circulación de la sangre, con la inevitable reacción del cerebro. Los maestros avezados a estas lides ven en ello la causa de buena parte de la fatiga de que a veces se quejan los estudiantes. Es un axioma de toda mecánica, física o espiritual, que nunca debe oponerse una fuerza a otra si puede obtenerse el mismo resultado con menor gasto de energía. Vale más atenerse a esas leyes universales cuya expresión externa aparece con especial relieve en la ciencia del judo, donde la fuerza del golpe del adversario es hábilmente soslayada y luego aprovechada para su propia destrucción. 

2. Pocos pueden hacer caso omiso de su presencia 

Para muchos estudiantes, el consejo de pasar por alto los pensamientos intrusos es ni más ni menos que una petición de principio. El hombre capaz de prescindir de ellos no necesita preocuparse de cómo actuar cuando surgen, puesto que no les permite entrar en el campo de su conciencia; si uno, en cambio, se siente perturbado por esos pensamientos, es porque no ha logrado deshacerse de ellos o, en otras palabras, «pasarlos por alto». Mientras sólo permanezcan, como decíamos antes, revoloteando en torno de la mente, el ejercitante puede mantenerlos relativamente a raya orientando toda su voluntad al objeto escogido, pero si cualquiera de tales pensamientos llega a introducirse de veras en la mente y acaparar la atención, no puede ya ignorarse su presencia por más tiempo y hay que tomar medidas inmediatas. El estudiante debe pues examinar los diversos métodos que existen para enfrentarse con esos indeseables visitantes. 

3. Vérselas con ellos 

Como ya hemos indicado, los pensamientos intrusos son aquellos que, mediante un proceso de asociación mental, desvían nuestra atención del tema básico, o también otros que pueden no tener relación alguna con dicho tema. Los primeros son los más fáciles de controlar. Por poner un ejemplo sencillo, imaginemos que uno se concentra en una naranja. Antes de que el sujeto se haya dado cuenta, la mente se ha ido ya de la naranja a la fruta en general, de ésta a la necesidad de comprar algo para comer, de aquí a la obra de teatro que uno irá a ver con las personas a quienes ha invitado a almorzar, luego a las entradas que uno había prometido sacar con antelación, a la mejor manera de llegar al teatro, y finalmente a la hora en que conviene salir de casa para no retrasarse. 
De pronto, el sujeto se percata de lo lejos que está del punto de partida, o sea de la naranja. 

En estos casos se recomienda no volver bruscamente al tema y empezar a concentrarse de nuevo en él, sino recorrer uno por uno todos esos pasos hacia atrás. Comenzar por los horarios y caminos para ir al teatro, proseguir con lo de las entradas y, sucesivamente, los invitados, el almuerzo, la fruta, para llegar finalmente a la naranja que uno tiene ante los ojos. Este hábito de desandar el camino andado con el pensamiento es ya de por sí un valioso ejercicio del que podemos aprender mucho. 
Más dificultades plantea la lenta procesión de pensamientos que vagan por la mente mientras intentamos concentrarnos, sin tener nada que ver con el tema elegido. 

Cada uno de ellos reclama nuestra atención excluyendo los demás. En tales circunstancias es preciso mantener una absoluta objetividad, negándose a ceder a la más mínima reacción emocional que pueda denotar fastidio a causa de la intrusión, agrado o desagrado, temor o deseo en relación con la idea inoportuna. Dicho de otro modo, hay que permanecer estrictamente impersonal, como mero observador a quien no le interesan esos pensamientos ni lo que significan. 

Adóptese el principio de «examinarlos, agotarlos y dejar que se vayan». Aquí tenemos una aplicación de esa ley natural que se ilustra en el judo. Resistir a los invasores es desperdiciar una energía preciosa, mientras que su contemplación tranquila e impersonal a medida que desfilan por la mente nos permite deshacernos de ellos con el mínimo gasto de energía y tiempo. 

De ahí la sentencia china que dice: 
«Deja que los pensamientos broten en tu mente sin reprimirlos ni permitir que te arrastren. 
No aniquiles el pensamiento errante, impide solamente su regreso». 
Así pues, mantengámonos distantes de esa procesión, como impersonales e impasibles espectadores del mecanismo mental. No permitamos que la mente se identifique con esos entes extraños que no son sino productos suyos y, como tales, efímeros y faltos de realidad. Un poco de paciencia en esto no sólo reduce el poder distractivo de los pensamientos intrusos, sino que minimiza cualesquiera otros pensamientos capaces de distraernos. Si algún problema específico nos acosa con excesiva pertinacia, sigamos el consejo del difunto doctor Ernest Wood: «... Detente en él un momento y dile: “Vamos, no me interrumpas ahora; me ocuparé de ti esta tarde a las cinco en punto”. Toma nota de la cita y apártalo de la mente. Si todavía persiste, considera si es algo que está en tu mano resolver o no. 

En caso afirmativo, decide rápidamente lo que vas a hacer para resolverlo. Si has hecho ya lo que pudiste o la solución no depende de ti, pon toda tu voluntad en persuadirte de que ese problema no te atañe en absoluto y de que no pensarás más en él». Huelga añadir que este consejo puede aplicarse no sólo al ejercicio de concentración, sino a todos los .problemas de la vida ordinaria que vienen a importunarnos cuando debemos dedicar nuestras energías a otra cosa. Si la idea intrusa es algo que uno recuerda de repente, por ejemplo algo que se tenía que hacer o que merece examinarse con detenimiento, hágase una pequeña pausa y anótese en un trozo de papel, dejándolo para después y volviendo al tema de la concentración. El principiante no debe menospreciar estas sencillas técnicas ni abandonarlas hasta que realmente no le sean ya necesarias. En todas estas situaciones y otras análogas, la contraseña es «paciencia» y no «irritación». No se ganó Zamora en una hora, dice el refrán. Lo mismo pasa con la facultad de concentrarse, y tarde o temprano el éxito viene a coronar todo esfuerzo persistente.

Christmas Humphreys

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