sábado, 27 de julio de 2019

Concentración y Meditación - LA PEQUEÑA MEDITACIÓN

Supongamos que, tras múltiples promesas hechas a sí mismo y luego rotas, tras una serie de esfuerzos genuinos, pero por una u otra razón fallidos, el estudiante ha logrado al fin «ponerse en marcha». Supongamos también que, abriéndose paso entre una espesa jungla de dudas, demoras y decepciones, ha alcanzado ya el primer objetivo, reducir su díscola voluntad a la obediencia, y que a través de muchas fatigas y penalidades ha llegado a adquirir un grado pasable de eficacia en la concentración. Y ahora, ¿Qué?. Cuando el reflector de la mente está ya en condiciones de funcionar y su rayo es una espada luminosa obediente al brazo de nuestra voluntad, utilicémoslo para el alto fin a que fue destinado. En derredor de cada uno de nosotros resplandece un diminuto círculo de luz, recompensa de nuestra primera victoria, botín arrebatado a las tinieblas de la avidya (ignorancia). Sólo la meditación puede agrandar ese círculo hasta convertirlo en faro capaz de guiar a los menos afortunados. Tal es la finalidad de la meditación, una finalidad doble: acrecentar el fulgor de nuestra propia luz y compartir ésta con los millones de hombres que sufren. 

  Concentración y meditación 

Aunque no existe una clara frontera entre los hábitos y métodos respectivos de la concentración y la meditación, ambas prácticas difieren tanto entre sí que es esencial tener bien presentes los rasgos propios de cada una. En la primera, el estudiante se ejerce de modo consciente en el dominio de su instrumento, dándose perfecta cuenta de sus esfuerzos mentales, ya trate de reprimir pensamientos intrusos o de visualizar internamente un objeto. En la segunda, por el contrario, el mecanismo de la meditación no le preocupa y ni siquiera piensa en él, como tampoco piensa un conductor experimentado, cuando lleva el volante, en los intrincados procesos mecánicos que tanto le costó llegar a dominar en un principio. De ahora en adelante, una vez determinado el objeto de la meditación y enfocada en él la mente como hemos visto, el meditador debe estar seguro de poder mantener esa imagen inmóvil y sin cambio alguno hasta que la voluntad decida dirigirse a otro objeto o «desconectarse» del todo. 

 Un segundo punto que vale la pena destacar es éste: mientras la concentración resulta un ejercicio útil para afrontar la vida diaria, pero de por sí sin significado moral o espiritual, la meditación induce un estado de conciencia en que sólo la faceta espiritual tiene valor. Si el saber científico es como una expedición por el universo que nos rodea, la meditación equivale a un viaje al interior de ese universo. Aquí radica la diferencia esencial entre las leyes y condiciones pertenecientes a cada uno de ambos mundos. La ciencia de la concentración puede abiertamente enseñarse por dinero, y tales enseñanzas no merecen ni más ni menos respeto que las relativas, por ejemplo, al desarrollo físico. 
La meditación, sin embargo, introduce al estudiante en otra esfera, un mundo donde, como la experiencia se lo hará ver con claridad, todos los valores se hallan profundamente alterados, y la importancia recíproca de muchos «pares antitéticos» invertida. 

El motivo es aquí de suma trascendencia. Comienzan también a dejar sentir sus efectos leyes que hasta entonces se desconocían. En esta fase queda absolutamente prohibido no ya sólo vender los conocimientos o poderes adquiridos, sino usarlos en provecho propio. Al prostituir esos poderes con fines egoístas, se seca la fuente de donde proceden y, lo que es peor, se prepara el camino a un indecible sufrimiento en vidas por venir. De igual modo, podemos hacer a cualquiera partícipe de nuestras experiencias en la concentración; no hay por qué mostrarse reservado sobre lo que no es sino una réplica mental de los «ejercicios físicos». En la meditación, empero, intervienen nuevas consideraciones. Nos hallamos a punto de ascender a niveles de conciencia más espirituales, y por ello conviene que ciertos hábitos, que más tarde serán necesidades, se formen ya desde el principio. Es poco aconsejable comentar con extraños las propias aventuras espirituales, de no mediar una actitud de mutua ayuda. Antes o después, uno acaba por aprender no sólo a «saber» y a «osar», sino también a «guardar silencio». 

Ya desde los primeros pasos, no está de más persuadirse del valor de ese silencio y de la soledad ocasional. Hay todavía otro precio que pagar para seguir caminando por la Senda, pues es ley de vida que todo cuesta algo, lo espiritual como lo material, y que nada grande se obtiene sin sacrificio de lo pequeño. Quien pretenda desarrollar sus facultades internas habrá de pagar el tributo de una vida más pura. De lo contrario caerá, moralmente, en la tentación de un motivo indigno, y físicamente, en el peligro de verse arrollado y perjudicado por fuerzas espirituales que se alojan en un «vehículo» inepto. Si se hace pasar una corriente eléctrica demasiado intensa por un aparato débil o defectuoso, éste quedará destrozado. Lo mismo sucede con dichas fuerzas, que son mera electricidad en un plano muy superior. Cuidado, pues, con la satisfacción inmoderada de los propios deseos. 

La carne y otros alimentos toscos menoscaban la eficacia del instrumento físico de tales poderes, y el alcohol es incompatible con el crecimiento espiritual. Los excesos sexuales, los estupefacientes y drogas de todo tipo, constituyen ya en los comienzos un serio obstáculo al progreso en la meditación; con el tiempo se tornan decididamente peligrosos. A la inversa, el valor de las ayudas y complementos físicos para meditar con mayor provecho resulta indiscutible, aun cuando al principio no sea necesario recurrir a esos medios. Se verá también que es utilísimo atenerse a un horario fijo día tras día y, si es posible, no cambiar tampoco de lugar o habitación. A medida que uno progresa, se percata igualmente de la importancia cada vez mayor de poner coto a la lengua y a ciertos hábitos mentales ya censurados en páginas anteriores. Pero lo que ante todo ha de procurarse es excluir de la mente ese vicio que aventaja a todos los demás en sutilidad: el orgullo espiritual. 

No sin razón figura en el penúltimo lugar de la lista de las Diez Cadenas que mantienen al hombre atado a la Rueda del Devenir, ya que sólo la Ignorancia es capaz de sujetar todavía a quien se ha liberado del orgullo. Es fácil fijarse un ideal e iniciar la marcha hacia él, pero no lo es menos incurrir en el hábito de prestar mayor atención al «Yo» en movimiento que al ideal mismo. El hombre sabio posee la sabiduría de la humildad. De ahí la importancia de verificar constantemente la pureza de nuestros motivos, para asegurarnos de que las cimas alcanzadas no darán la medida de nuestro derrumbamiento, pues más de una vez el «Yo», como viento huracanado que sopla en lo alto de las montañas, ha precipitado al alpinista en los abismos cuando parecía tener la cumbre al alcance de la mano. Al intensificar su vida interior, el estudiante comprobará, si no lo ha comprobado ya, cuan profundo es el foso que se abre entre esa pseudomeditación, que no es más que un frívolo «soñar despierto», y el genuino dinamismo que nos lleva con paso seguro hacia el éxito. 

Esta misma fuerza es capaz, no obstante, de hacer aflorar tanto lo peor como lo mejor de nosotros. Yerros y flaquezas del pasado que desde hacía mucho creíamos muertos, cobran nueva vida renovando sus amenazas. Hasta que no se purguen estos desechos de un karma anterior, nuestra mente no podrá ser ese limpio conducto que ha de dar paso, sin obstáculos, a la pura iluminación. Muy temerario es quien imagina muerta una flaqueza pasada porque no da señales de actividad. Con el prestigio de su honda experiencia. La voz del silencio advierte: «Mata tu deseo, pero al hacerlo cuídate de que más tarde no resucite de entre los muertos». Toda evolución es una espiral ascendente; por ello, de vez en cuando atravesamos puntos ya conocidos, aunque lo hagamos en un plano superior, topándonos de nuevo con ciertos vicios que habíamos olvidado y que vuelven otra vez a acosarnos. A la luz de esta experiencia, el hombre sabio, cual montañero avezado, no fuerza demasiado el paso al principio, sino que en cada etapa de su ascensión se toma el tiempo necesario para aclimatarse, antes de reemprender la marcha hacia la próxima cresta por conquistar. 

Finalidad de la meditación 

¿Qué pretende la meditación?. Su finalidad es triple: 

1) Dominar el Yo inferior y separativo. 

2) Desarrollar las facultades superiores de la propia mente para llegar a una visión de la unidad esencial de la vida. 3) Fundir ese doble proceso en un permanente desenvolvimiento espiritual. 
  
  1. Dominar el Yo independiente

«Yo no soy yo, y sí lo soy». Estas pocas palabras encierran el secreto y la paradoja del hombre. Poemas, dramas, mitos y leyendas han intentado desde siempre, cada uno a su manera, representar el eterno combate que libran en el hombre los principios superiores y los inferiores, y la mayoría de cuanto se ha escrito acerca de la religión se reduce a un sinnúmero de métodos para lograr la victoria definitiva sobre los elementos inferiores. Nadie niega que tal empresa sea sumamente ardua. «Por más que uno triunfe mil veces contra mil hombres, quien se conquista a sí mismo es el mejor guerrero.» Todas las religiones de la antigüedad han hablado de la salvación como del momento en que el punto de enfoque de la conciencia «cruza el puente» o «traspasa el umbral» que separa los aspectos superiores e inferiores de nuestro complejo ser; quien de esta suerte haya conseguido elevar el nivel de su conciencia hasta un centro espiritual de gravedad será el mejor testigo de la encarnizada batalla que precede a la victoria. La conquista propiamente dicha del Yo inferior pertenece a la ciencia de la formación del carácter más que a la de meditar, pero la orientación espiritual del pensamiento y el autodominio moral engendrados por la práctica regular de la meditación contribuyen muchísimo al progreso de ésta y con razón pueden incluirse entre sus fines principales. 

2. Desarrollar las facultades superiores 

Estas facultades no han de confundirse con lo que llamamos «poderes», es decir, dones supranormales de clarividencia, psicometría y otros análogos, muchos de los cuales tienen más que ver con el psiquismo que con la espiritualidad. Tales poderes son manifestación de aspectos que hasta entonces dormían en el hombre interior y resultan de la deliberada expansión del campo de la conciencia, expansión laboriosa y esporádica al principio, pero que cada vez va haciéndose más fácil y durando períodos más largos. Podría describirse este proceso como una aceleración gradual del ritmo de las vibraciones mentales. La ciencia empieza ya a percatarse de que la Energía (o Espíritu) y la Materia constituyen dos polos de una misma fuente primordial, diferenciándose sólo en el ritmo de vibración con el que se manifiestan. 

La mayoría de nosotros, por ejemplo, tendemos a enfocar nuestra conciencia en lo que sentimos, o sea en la mente concreta, limitándonos así al mundo negativo de los efectos. Sin embargo, muy por encima de estos niveles está el mundo de las causas, y. por ello, quien aspire a colaborar en el ordenado mecanismo de la evolución cósmica o «devenir» deberá elevarse por su propio esfuerzo a un plano desde donde le sea posible comprenderlo. Se ha dicho que en la palabra expansión reside el secreto de la iluminación, pues sólo rompiendo progresivamente las cadenas que aprisionan su personalidad puede el hombre trascender y convertirse en ese «más» en perpetuo crecimiento, cuya última meta es la identificación con el Todo. Así se explica la frase de sir Edwin Arnold: «Al ir desapareciendo el yo, el Universo se transforma en “Yo”». Es más justo, en efecto, describir la gota de rocío «confundiéndose» en el Radiante Océano que, como en el famoso poema de sir Edwin, pintarla «deslizándose» o «cayendo» en él. No deja de resultar paradójico que, a medida que superamos nuestras limitaciones, deshaciéndonos de mezquinos prejuicios y deseos personales, veamos al hombre interior crecer en grandeza espiritual. 

  3. Armonizar el Yo superior y el inferior 

Hay quienes concentran sus energías en matar el propio egoísmo, así como los defectos y flaquezas de la personalidad; otros hacen oídos sordos a las exigencias del Yo inferior y tratan de rebasarlo mediante el desarrollo de una visión sintética y expansiva de la mente superior. Aún puede hacerse un tercer uso, no menos importante, de la meditación: fundir estos dos aspectos contradictorios del Yo en una unidad indivisa. De hecho, no existe una diferencia esencial entre ambos. Cuando el jinete sujeta bien las riendas de esos potros ariscos que son los deseos y los somete a su voluntad, cesa toda contienda. En el hombre perfecto no hay discordancia entre su voluntad soberana y los diversos «vehículos» de su personalidad. Pero llegar a esta armonía no es nada fácil, ya que, en un punto dado de su evolución, todo hombre asiste a la guerra a muerte en la que se enfrentan su Yo superior y su Yo inferior, guerra donde nadie puede ayudar a su hermano a ganar la batalla final. 

Cuando el egoísmo haya cedido terreno y sea perceptible cierto grado de desinterés, habrá llegado el momento de comenzar a incorporar al Yo superior los subyugados principios inferiores, para que unos y otros, ya en paz, aprendan a caminar unidos hacia la meta de la iluminación. En ese empeño de armonizar los distintos vehículos de la conciencia, para que juntos constituyan un conducto de fuerza espiritual, radica en cierta manera el fin supremo de la meditación, pues en la medida en que ésta tiene éxito, el individuo deja de funcionar como entidad independiente y se convierte en «mera fuerza benéfica de la naturaleza», es decir, en la luz misma que lo iluminará.Frutos de la meditación En las primeras etapas, la meditación produce frutos tanto negativos como positivos. 
Al reducir sus reacciones mentales frente a los estímulos externos, el estudiante adquiere una ecuanimidad que nunca había experimentado antes; ve también cómo crece su comprensión de la naturaleza humana, incluida la de sí mismo, y su compasión ante ese «inmenso mar de aflicción que forman las lágrimas de los hombres». 

Esta íntima serenidad, que en todo instante y circunstancia permite mantenerse alerta y dueño de sí, ofrece dos aspectos. Por una parte, una calma imperturbable de cara a cualquier acontecimiento externo; por otra, una limpidez cada vez mayor de la mente, donde se refleja, como en un espejo, la luz interior. El mundo oriental, rico en simbolismo, compara la mente a un lago cuya superficie, agitada por los vientos de la ira o el deseo, es incapaz de reflejar el sol. Aconsejando a A. P. Sinnett no perder por ningún motivo la serenidad mental durante las horas consagradas a su labor literaria, escribía el Maestro K. H.: «La plácida y serena superficie de una mente impávida es el lugar donde las visiones que dimanan de lo invisible toman forma en el mundo visible». Dicho de otra manera, la inspiración no puede actuar a través de un medio turbulento o, si se prefiere este otro símil, el ojo de la sabiduría no ve con claridad en la niebla de las emociones y deseos. Ese equilibrio del espíritu, ese «sosiego interno y quietud del corazón», se patentiza en una excelsa y majestuosa dignidad que a su vez suscita en otros un hondo respeto hacia quien la ostenta, con la subsiguiente curiosidad por la filosofía que la engendró. 

Existen, con todo, numerosos sustitutivos falsos, desde la vana complacencia hasta la pomposidad ridícula, que no hacen sino poner más de relieve lo innoble del metal y la falta de esa necesidad espiritual llamada sentido del humor. La auténtica ecuanimidad es inconfundible, y en ella se combina una profunda dicha interior con cierto aire característico de quien ha «saltado la barrera» y alcanzado por fin un centro espiritual de gravedad. Tal es el gozo que se experimenta al entrever por vez primera la infinita felicidad que nace de la liberación del deseo. Se trata, en ese caso, de una cualidad noble, y aun sus primeros atisbos compensan con largueza los prolongados esfuerzos y la autodisciplina que nos permitieron llegar hasta ahí. Si dicha serenidad es en algún sentido negativa, al excluir la autoidentificación del sujeto con la circunstancia, es en cambio positivo su carácter esencial: la capacidad de crecer en la visión y comprensión de la conciencia humana, buena o mala, y la de percibir el mundo de las causas más allá del diario horizonte de los efectos. 

La meditación sobre esas leyes de la armonía a las que damos el nombre de karma induce en nosotros una progresiva inteligencia de nuestros propios actos y los del prójimo, así como la actitud mental que origina tales actos. De este diagnóstico cada vez más preciso nace el deseo de ayudar a otros, y al feliz poseedor de esa combinación de comprensión y compasión sólo le queda por añadir un poco de experiencia para poderse llamar médico espiritual en el sentido más genuino de la palabra. Cada virtud, no obstante, tiene sus propias tentaciones, y el hecho de ver claro en la naturaleza humana no es una patente de corso para intervenir en los asuntos ajenos. Siempre hay riesgo en entrometerse en el deber o los problemas de otros; la «ayuda» no solicitada puede hacer más daño que bien. 

La meditación en general y en particular 

Al hablar de la concentración, la dividíamos en dos aspectos: una actitud mental permanente y unos ejercicios concretos que deben practicarse en momentos determinados. Lo mismo pasa con la meditación. Los ejercicios particulares sólo tendrán valor si se integran en la totalidad de la vida diaria. Podríamos, en cada etapa de la meditación, llevar la cuenta de este doble aspecto, general y particular, de nuestra andadura. Usando de analogías y con un poco de reflexión, cada estudiante estará en grado de elaborar su propio esquema. Por ejemplo, una postura correcta durante la meditación en sentido estricto se traduce el resto del día por un buen trato y uso del cuerpo, vehículo físico de nuestra conciencia. Otro tanto puede decirse de la respiración: si aprendemos a respirar deliberada y profundamente, con vistas a utilizar esa técnica a voluntad, no nos será difícil adquirir el hábito de respirar bien todo el tiempo, disponiendo así de un medio útil para, llegado el caso, reprimir una excesiva agitación o vencer la fatiga. Por lo que toca al motivo, el autoanálisis detallado que llevamos a cabo a tal hora de la mañana o de la noche nos ayudará a «recogernos» en cualquier momento que así lo decidamos para examinar los motivos de cada uno de nuestros actos, haciéndolo cada vez con mayor regularidad. 

En definitiva, la capacidad, adquirida merced a la meditación, de «fundir» la propia conciencia con el objeto escogido no es más que una aplicación particular del ideal más amplio que consiste en mirar la vida desde un punto de vista Universal. Elección del método Los métodos de concentración varían, como decíamos, según las necesidades de cada individuo, pero todos ellos se orientan a un mismo fin inmediato: el control de los procesos mentales. No sucede así con la meditación. La gama de métodos posibles tiene aquí una amplitud muchísimo mayor, pues los diversos caminos que se abren ante el principiante pueden prolongarse durante varias vidas hasta coincidir en la Meta común. 
El fin de la concentración es inmediato y finito; el de la meditación es trascendental e infinito. 

En este campo, además, ¿Quién se atreverá a asegurar que comienza «aquí y ahora mismo»?. Nadie con un mínimo de experiencia en la vida interior es capaz de decir cuándo, exactamente, dio en ella los primeros pasos; si tanto le atrae ese tema en su vida presente, es muy probable que ya le haya interesado algo en vidas pretéritas. En nuestra vida actual, pues, sólo nos resta empezar otra vez desde el principio, recogiendo lo que quede del mosaico de las experiencias pasadas para tratar de recomponerlo hasta completar el dibujo. Por consiguiente, el problema no reside tanto en la línea o método de aproximación que cada uno de nosotros debe adoptar como en conocer bien el caminó donde ya nos hallamos o, en otras palabras, dar con los accesos más fáciles según lo requiera cada caso y cada individuo. Los senderos son legión, pero la Vía es única, por más que se nos ofrezca bajo distintos aspectos. La clasificación de todos éstos, al menos los conocidos, llenaría un grueso volumen. ¿Cómo saber lo que conviene a cada cual?. 

Hombre y mujer, oriental y occidental, místico y ocultista, introvertido y extravertido..., por no citar sino algunas categorías de sujetos, son otros tantos ejemplos de los «pares antitéticos» cuyo doble aspecto debemos experimentar para poder al fin situarnos en ese ideal que es la Vía Media. ¿Qué relación existe, digamos, entre el místico y el ocultista?. Es opinión común que el místico busca ante todo comprender la unidad esencial de la vida, y sólo después de haberlo logrado regresa con la «Visión Excelsa» definitivamente impresa en lo más íntimo de su conciencia. Al tratar de adquirir ese sentido de la unidad, con relativa exclusión de todo otro interés, se eleva en la escala del progreso espiritual saltándose muchos peldaños, mas luego, una vez en posesión de la conciencia mística, dirige enteramente su atención a la conquista de cada uno de los planos del ser, manteniendo sin cesar la visión del Todo cuyas partes son esos mismos planos. 

El ocultista, en cambio, asciende peldaño a peldaño por la escala de su complejo ser, hasta que, llegado a la cima, se encuentra finalmente en presencia de su propia Divinidad, de su realización como «buda». En esta y las demás clasificaciones debe cada individuo descubrir sus necesidades y dificultades específicas. El fin es idéntico para todos: un perfecto equilibrio de lo que hay de mejor en nosotros. A cada cual le toca decidir qué medios le convienen para alcanzarlo con mayor facilidad. Ningún hombre es totalmente uno u otro de esos «contrarios» que se complementan, pero la mayoría tendemos a inclinarnos, en cualquiera de nuestras vidas, a uno de los dos lados. Ambos son, desde luego, de igual valor, a condición de que sintamos y manifestemos una genuina tolerancia para con el método y punto de vista opuesto al nuestro. Quizá algunos descubran mejor su «tipo» en una de las ramas del yoga: la de la sabiduría (Jnana Yoga), la devoción espiritual (Bhakti Yoga) y la acción o servicio a la humanidad (Karma Yoga). Claro está que el hombre perfecto ostenta las cualidades de los tres métodos, pero los que aún no hemos llegado a la perfección debemos especializarnos forzosamente en uno de ellos, aunque tratando de adquirir al mismo tiempo las virtudes complementarias de los otros dos. 

Nuevas dificultades 

Con la meditación surgirán nuevas dificultades. 
En primer lugar, el mero hecho de esforzarnos por controlar el Yo inferior no puede menos de provocar, a modo de reacción, un aumento temporal de nuestro egotismo, y llegará el instante en que este Yo ilusorio se nos interponga en el camino del progreso como un obstáculo real. El estudiante ha de tener paciencia cuando se tope con este nuevo fenómeno, pues el espejismo de un desierto de innumerables vidas no puede borrarse en un día. Un problema más espinoso, por ser totalmente nuevo, lo constituyen las eventuales reivindicaciones del intelecto que, al tropezar con el antagonismo de los distintos «vehículos» cuando por vez primera intenta dominarlos, combatirá por su propia existencia usando de mil argucias, tan variadas como sutiles, y de falsos argumentos. Con típica arrogancia, hará lo posible por convencer al que medita de que sólo en esto o aquello reside la verdad. Por lo general el Occidente suele ser víctima de este engreimiento, como es harto sabido. De por sí, no obstante, el intelecto no es más que un moldeador de formas, y tarde o temprano la conciencia acabará por superar los límites que la forma le impone. De ahí la sentencia, ya antes citada, de La voz del silencio: «La mente es el gran asesino de lo Real. Aprenda el discípulo a matar al asesino». Hasta tal punto nuestro intelecto, o «máquina de pensar», nos domina a la mayoría, que durante las primeras etapas de la meditación ni siquiera sospechamos cómo y cuándo nos engaña. Muchos principiantes se imaginan, por ejemplo, que están meditando sobre el objeto señalado de antemano, para descubrir más tarde, al examinar de cerca las cosas, que el verdadero objeto de su meditación era «estoy meditando sobre esto o lo otro» 

  Meditación «con semilla y sin semilla 

La división arbitraria de la meditación en «pequeña» y «grande», que aquí hemos hecho por conveniencia, corresponde a lo que otros autores llaman meditación «con semilla» y «sin semilla». La «semilla» no es otra cosa que el tema. Hasta no haber logrado una considerable experiencia en la primera modalidad, no conviene embarcarse en la segunda, y aun cuando uno juzgue que ya puede dar este paso, ha de proceder con cautela. En efecto, la meditación abstracta practicada antes de tiempo puede llegar a suscitar una actitud mental negativa, con consecuencias para el desánimo, la falta de concentración y la pérdida de tiempo. La elección del «pensamiento-semilla» es, al igual que la del método, variadísima en posibilidades, pero la naturaleza del objeto no tiene importancia con tal que sea adecuado al método. Por ello no debemos mostrarnos demasiado ambiciosos en las fases iniciales, y más vale también escoger un punto de vista positivo que negativo. Si el tema es de carácter moral, por ejemplo, prefiérase el valor de una virtud al demérito de un vicio. 

De la misma manera, es mejor progresar mirando siempre al futuro que, como quien dice, caminar hacia atrás con los ojos fijos en el pasado. Para asegurar la continuidad de esta actitud positiva de la mente, evítese toda forma de autohipnosis, ya inducida por procedimientos físicos, espejos, puntos luminosos, etc., ya por algún medio más sutil como la repetición de palabras. Recuérdese que el mundo de la meditación abunda en fuerzas hostiles, ¡as cuales, aunque meras secuelas de nuestro karma pasado, resultan mucho más peligrosas que cualquier enemigo exterior. Por esto suele compararse al meditador con un guerrero que a veces utiliza, es cierto, extraños métodos de lucha, como «conquistar rindiéndose», pero que siempre conserva una actitud positiva y dinámica, amén de una «férrea determinación e indomable voluntad». 

  Cómo prepararse a la meditación 

Hora. Si es posible, comiéncese el día con el ejercicio de meditación. Es fácil de comprender que al final de una larga jornada de trabajo y acontecimientos diversos la mente esté inquieta, mientras que por la mañana disfruta todavía de cierta paz, pudiéndose elevar con menos trabajo a niveles superiores de conciencia. Una vez más insistimos en que, si empezamos el día enfocando la mente en valores espirituales, al menos parte del mismo se nos revelará desde una perspectiva espiritual y, en cuanto hayamos adquirido ese hábito, sólo será cuestión de tiempo que toda nuestra vida diaria acabe por modelarse según los ideales de la meditación. 

Lugar. También es aconsejable meditar cada día, dentro de lo posible, en el mismo lugar, pues éste podrá así poco a poco irse sintonizando con las vibraciones mentales del que medita. Esta «sintonía» puede llegar a ser tal que constituya, como si dijéramos, un ropaje de sustancia incorpórea del que el meditador echa mano a voluntad, ahorrándose la energía que supone volver a «crear la atmósfera» cada vez. En este caso, el ejercitante iniciará su meditación diaria en un nivel ya relativamente alto, sin tener que ponerse a plantar de nuevo los cimientos del edificio en cada ocasión. Tocante al uso de una imagen o símbolo, dependerá en buena parte de que durante la meditación los ojos se mantengan abiertos o cerrados. En esta segunda hipótesis, toda imagen es superflua; en la primera, la imagen puede servir a los comienzos de punto de referencia para enfocar la mente y, con su poder de evocación, inducir en el sujeto una actitud mental apropiada. 

Debe luego considerarse la respiración, que ha de ser plena, rítmica y profunda en los ejercicios preliminares, para suavizarse después progresivamente hasta llegar a ser casi imperceptible cuando la meditación absorbe por completo el espíritu. Como más adelante lo describiremos, algunos empiezan su meditación combinando la respiración profunda con el ejercicio de «pasar a través de los cuerpos», para apaciguar al mismo tiempo la mente, las emociones y el vehículo físico, lo que les permite funcionar sólo con las facultades superiores. 

El poder de la calma 

A medida que el largo proceso de autodesarrollo, ese incesante «ir a más», se convierte en algo verdaderamente serio, el estudiante aprende a tener cada vez mayor confianza en sus propias reservas de fuerza y sabiduría, en suma, a recogerse en sí mismo. Ello no implica ni debe implicar mal humor, taciturnidad o cosa parecida, ni tampoco alteración alguna de las buenas relaciones que uno guarda con sus amigos y con sus conocidos ocasionales. Mucho menos todavía debe ser signo de fatua autosuficiencia. Tal actitud es más bien el resultado de una intuición creciente de la unidad de la vida, que permite comprender cómo cada unidad vital tiene sus raíces en un Todo común. Este doble punto de vista, es decir, que en el interior del hombre reside toda sabiduría, pero es preciso activarla en la mente, y que esa misma sabiduría impregna también todos los demás aspectos de la única Vida, nos prepara el camino para comprender el poder que emana de la calma. En cualquier momento puede esto experimentarse de alguna manera, pero al principiante le será más fácil sentirlo si busca de intento dicha calma, en la belleza natural de un paraje tranquilo (para los afortunados que vivan en el campo o sus cercanías) o donde buenamente pueda. 

Aprendamos a descubrir nuestras propias potencialidades latentes en los «secretos rincones del corazón», esa reserva íntima en la que radican las soluciones de todos nuestros problemas espirituales, la fuerza capaz de contrarrestar nuestras flaquezas y la visión destinada a fundirse un día con la Luz definitiva. Ahí, desde las plácidas cumbres de su propia divinidad, de su naturaleza de «buda», el hombre contempla los sucesos de la vida cotidiana como lo que son, una serie de efectos cuyas causas anidan en la mente, por el momento en calma; y ahí,en esa misma quietud interior, el peregrino se repone de sus fatigas para reanudar con nuevos bríos su marcha hacia el ideal. 

El poder del ideal 

Todos cuantos han escrito sobre el tema del desarrollo espiritual coinciden en atribuir al ideal un poder especialmente eficaz para elevar al hombre a ese nivel superior que es el fin de la meditación. Nada mejor que rendir culto a un alto ideal para superar el tedio que a todos nos invade alguna vez y transfigurar el desánimo en renovado entusiasmo. No tema el estudiante entregarse de lleno a esta actitud, pues sólo cuando el objeto de nuestra veneración es indigno o falaz se convierte en obstáculo. Un ideal noble, adoptado con firmeza y perseguido con fidelidad, es el agente más poderoso que el hombre conoce para ayudarse en su propio desarrollo. Es a la vez estrella que nos guía por las tinieblas de nuestra imperfección y modelo inspirador de nuestros pensamientos y actos. 
El proceso evolutivo de que hablábamos no consiste sólo en un perpetuo «hacerse», sino en un perpetuo «hacerse más». Y si somos capaces de definir y ver con suficiente claridad ese Más último que nos hemos dado por meta, no tardaremos mucho en alcanzarlo. 

Christmas Humphreys

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