miércoles, 21 de agosto de 2019

CONCENTRACIÓN Y MEDITACIÓN / Formación del carácter

Hay tantos métodos de meditación como personas que meditan, pero el objetivo último es siempre el mismo. En cuanto al fin inmediato, suele estar vinculado con la formación del carácter o la elevación de la conciencia. Talbot Mundy, en Om, expresa bien la relación entre ambas cosas: «Quien desee conocer las Llanuras ha de ascender a las Montañas Eternas, desde donde los ojos de un hombre pueden otear el Infinito. Mas el que quiera hacer uso de lo que conoce deberá bajar a esos mismos Llanos en que convergen Pasado y Futuro y donde los demás hombres le necesitan». 

La importancia de moldear el carácter radica en la necesidad de proporcionar una base sólida a la poderosa estructura de una mente ya iluminada. El pensamiento, en efecto, es fuerza, y de nada sirve adquirir un tremendo poder si ha de usarse con fines torcidos y sin otro resultado que el de destruirse a sí mismo. La última guerra, todavía fresca en nuestro recuerdo, es un modelo imperecedero de lo que entraña el abuso de la ciencia por naciones cuyos conocimientos han rebasado toda conciencia moral. Ahora bien, si es fácil, como vemos, utilizar mal las fuerzas de la naturaleza sometidas a la ciencia, lo es aún mucho más abusar de los poderes de la mente desarrollados por la meditación. 

De ahí el peligro de considerar ésta como un fin en sí mismo o, peor todavía, como un fin concretado en la adquisición de poder personal, y no como un medio de ayudar a la humanidad a caminar por la senda del propio renunciamiento. Las fuerzas mentales que se desarrollan en la «pequeña meditación» son ya considerables, ¡cuánto más lo serán las reavivadas en la «gran meditación»!. Debemos pues, con interés creciente, atender a la formación de nuestro carácter, a fin de controlar esos poderes de la mente a medida que vayan manifestándose. 

Dada la amplitud del tema, nos contentaremos aquí con sugerir ciertos principios que, a modo de orientaciones, nos permitan obtener los máximos resultados con el mínimo de esfuerzo inútil. Ante todo, conviene persuadirse de que la tarea que uno tiene entre manos, si bien requiere paciencia, no es intrínsecamente difícil. Nadie que se proponga de veras mejorar su carácter y persevere en su intento quedará sin recompensa. El éxito es fruto de esfuerzos tranquilos y constantes, más que de arranques esporádicos de energía. Se trata, por otra parte, de una actividad que puede ejercerse — y esto deberá ser el objetivo final — a todo lo largo del día. Por eso recomendamos al estudiante que vea en la formación metódica del carácter el cometido principal de su jornada, considerando el mundo de sus actividades laborales y sociales como una escuela donde aprender esos principios de actuación que tarde o temprano ha de transformar en cualidades permanentes. Repetimos, pues, que no es éste un ejercicio destinado únicamente a «llenar las horas libres», y que no hay nadie, ni hombre ni mujer, que no pueda practicarlo todo el tiempo. 

El tiempo y el espacio limitan el cuerpo, pero no tienen por qué limitar el espíritu. El inválido clavado en su lecho de por vida, el prisionero que languidece tras los barrotes de su celda, el hombre que se queja de falta de tiempo y oportunidad para dedicarse a esto o lo otro..., todos ellos pueden aprender a utilizar la mente de modo constructivo con el premeditado fin de deshacerse de sus malos hábitos de pensamiento y acción, sustituyéndolos por aquellas virtudes cuya ausencia o deformidad suele llamarse vicio. Por encima de todo fortalézcase la mente. Más vale una mente fuerte, aunque derroche su energía en cosas improductivas, que una demasiado débil para actuar. 

La primera podrá en cualquier momento darse cuenta de su error y cambiar de dirección, mientras que la segunda, incapaz de moverse, no está en condiciones de seguir los pasos del Gran Iluminado. A este respecto es instructiva la anécdota de cierto individuo, conocido por su extrema ineficacia, que fue a ver a un Maestro y le pregunto: «Maestro, ¿qué debo hacer para ayudar a la humanidad?». 
El anciano, traspasando al hombre con la mirada, replicó: «¿Que puedes hacer?». 

Según una antiquísima sentencia, «la Naturaleza arroja lo tibio de su boca». Y la misma enseñanza se desprende del siguiente versículo del Dhammapada: «Lo que tuviere que hacerse, hazlo con toda decisión. Un seguidor tibio del Buda siembra mucho mal en su derredor». No sólo la fuerza mental es necesaria para destruir el mal e irradiar el bien, sino que la inacción negativa puede llegar a ser un mal en sí misma. Como dice La voz del silencio, «La inacción en una obra de misericordia es acción en un pecado mortal». Por lo común es mejor, al acometer la tarea de mejorarse a sí mismo, comenzar por la mente. A su debido tiempo se transformarán sin dificultad los hábitos exteriores para conformarse con los nuevos modos de pensar. 

Concéntrese el ejercitante en lo esencial, y recuerde, por ejemplo, que el comer y el vestir no son cosas esenciales, sino de escasa importancia en orden a los valores del espíritu. No pierda el tiempo, por otra parte, en detenerse a medir sus progresos interiores. No existen patrones para evaluar el adelanto espiritual, y ese hábito lleva precisamente al egotismo que la «formación del carácter» trata de destruir. Evite también las comparaciones. Sepa que sólo la vanidad le impele a investigar si él o su vecino está más «adelantado» y que, de todas maneras, ningún medio le permite averiguarlo. Basta con tener presente que siempre hay formas de vida por encima y por debajo de nosotros. Finalmente, cultive el sentido del humor. El hombre capaz de reírse de sí mismo y aun de sus propios esfuerzos por mejorarse no corre el riesgo de caer en las redes de la ilusión, donde muchos pasan tantos días tediosos e improductivos.
Dana 

Los sistemas de desarrollo moral son incontables, pero hay uno, en el propio corazón del budismo, que encierra gran sabiduría. Dana, la caridad, Sila, la vida moral, y Bhavana, el desarrollo de la mente, constituyen la suma del progreso humano según las Escrituras palis. Es interesante apreciar el orden en que se exponen estos tres factores. Antes que Sila pueda siquiera empezar a manifestarse, debe el estudiante centrar su atención en Dana, pues hasta que no haya hecho de su mente un conducto de fuerza espiritual, para transmitir los frutos de su propia experiencia a todo el que los necesite, será él mismo como una vasija hermética, llena de líquido, pero incapaz de contener una gota más. Por eso La voz del silencio exhorta: «Indica el “Camino” — por vago que parezca su trazado, perdido en la multitud —, como la estrella del crepúsculo se lo muestra a quienes avanzan entre sombras». 

De ahí también la importante declaración que leemos en la página precedente del mismo manual: «Vivir en beneficio de la humanidad es el primer paso. Practicar las seis excelsas virtudes, el segundo». En esta actitud mental reside el auténtico significado de la caridad, pues en tanto las puertas del espíritu no se hayan abierto de par en par a la compasión, cualquier dádiva es de escaso valor para el donante y puede incluso perjudicar al que la recibe. Foméntese, por consiguiente, lo que W. Q. Judge llama «la devoción mental que suspira por dar» experimentando así a tiempo ese «vaciarse del corazón», como dicen los taoístas, ese sublime desprendimiento, capaz, él solo, de conducirnos a la pobreza espiritual que exigen todos los Maestros de la Vía. 

Sólo después de haber pasado por esta experiencia, aunque sea en grado mínimo, dejan de parecemos simples tópicos las exhortaciones de los grandes Maestros acerca de la caridad. «Renuncia a tu vida si deseas vivir» refleja algo tan real como «Al ir desapareciendo el yo, el Universo se transforma en “Yo”». Pero uno debe primero renunciar a las cosas pequeñas, en el sentido de perder el «apego» a ellas, para poder captar el profundo significado de la «Gran Renuncia». Una vez que este principio ha quedado bien impreso en la mente, se da un cambio radical en nuestra actitud respecto a la caridad externa. En lugar de ceder con despreocupación una parte de nuestros haberes materiales, debemos considerar todo cuanto poseemos como bienes pertenecientes a la humanidad, de los que no somos sino meros usufructuarios con el deber de utilizarlos en su beneficio. 

El dinero, por ejemplo, es una forma de poder, y por ello ha de manejarse cuidadosa y prudentemente. El que tiene más de lo que necesita ha de estimarse dichoso de la inmensa oportunidad que se le ofrece para hacer el bien. Pero igualmente inmensa es su responsabilidad, y de todos cuantos piensan «¡Ojalá pudiera contribuir con mi dinero a ayudar en esto o aquello!», muy pocos en verdad, si de pronto se materializaran tales deseos, se revelarían capaces de utilizar bien y con juicio recto su poder económico. Mirando de cerca las cosas, a todos nosotros nos es posible hacer algo en este sentido, por poco que sea, ya aplicando juiciosamente a socorrer a otros en sus necesidades lo que nos sobra después de atender a las nuestras, ya trabajando para incrementar ese caudal con vistas al mismo fin. En uno de los textos del Mahayana se lee: «Aticemos, pues, esa diminuta llama, el deseo que podamos tener de dar a quien necesita».

Sila 

Sila engloba el tema que estamos examinando, mientras Bhavana abarca el conjunto de la concentración y meditación. Se trata aquí del campo de aplicación del Esfuerzo Recto, en otras palabras, de «impedir que nuevos males se introduzcan en nuestra mente; eliminar todo mal que ya esté en ella; desarrollar el bien que contiene; adquirir más y más sin descanso». Un buen sistema de desarrollo moral consiste en observar los cinco clásicos «preceptos» budistas, no matar, no robar, evitar los excesos sexuales, no difamar y no embriagarse, tratando al mismo tiempo de fomentar las virtudes contrarias. También puede resumirse nuestra tarea en la extinción gradual de los «Tres Fuegos» que nos consumen: Dosa, el odio, Lobha, la codicia, y Moha, el error. 

En cualquiera de ambos casos, recuérdese que las virtudes opuestas a esos vicios son principios morales, no meros hábitos físicos, y que cada término abraza un campo de actividad mental mucho más amplio que lo que da a entender su acepción ordinaria. La advertencia del Nuevo Testamento, por ejemplo, de que «todo el que mira a una mujer deseándola ya cometió adulterio con ella en su corazón» nos muestra bien cómo debemos atenernos al espíritu y no a la letra de una ley moral. 

Ascetismo 

Sea cual fuere el sistema escogido, hemos de seguir la Vía Media. Evítense los extremos, aun en la propia abnegación, y si para llegar a un mayor dominio de sí mismo uno se impone una serie de prácticas en este sentido, no olvide nunca que tales prácticas sólo tienen valor en la medida en que facilitan a la voluntad el control de sus «vehículos». 

La índole de los ejercicios carece de importancia, si bien conviene empezar por los que no suscitan una oposición demasiado violenta en nuestra naturaleza. Con ellos adquiriremos la fuerza que nos permita fijarnos metas más difíciles. Así, prescindir del desayuno durante una semana no cuesta gran cosa ni hace daño, lo que no impedirá que mil razones acudan en tropel a la mente, todas ellas buenísimas, para demostrar lo inoportuno de tan incómoda decisión. Más arduas, por ser también más sutiles, resultan las prácticas destinadas a desarraigar un hábito mental. 

Inténtese, por ejemplo, renunciar al uso de la palabra «yo» o de la conjugación de los verbos en primera persona durante una sola hora de conversación, y entonces entenderá de veras el significado de la palabra egotismo. Tampoco los sentidos son fáciles de dominar, aun cuando lo que se les prohíbe nada tenga que ver con la moral. Trátese de recorrer una calle llena de comercios, reprimiendo por entero la curiosidad de echar una ojeada a los escaparates; o, si uno viaja en tren, decida no posar ni una sola vez la mirada, durante todo el viaje, en el rostro de la persona sentada enfrente. Después de estos ejercicios elementales se pasará al control muscular. ¿Cuánto tiempo puedo yo permanecer con el brazo levantado por encima de la cabeza sin moverlo?. 

En la India son innumerables quienes lo hacen hasta que el brazo se vuelve insensible. 
No aconsejamos, desde luego, llegar a tales extremos que el mismo Buda condenaba como infructuosos, pero ello no es óbice para admirar la tremenda fuerza de voluntad capaz de controlar hasta ese punto los músculos.



Deseo


Todo esfuerzo por dominarnos a nosotros mismos sería innecesario, no obstante, si aprendiéramos a sujetar y encauzar los deseos de nuestra personalidad, pues si éstos llegaran a armonizarse con los ideales de la mente superior, la voluntad no tendría por qué intentar reducirlos a la obediencia. De ahí la exhortación del Buda a sus monjes con estas palabras citadas en el Dhammapada: «No por la disciplina y los votos, ni por lo profundo del saber, ni por los progresos en el meditar, ni por vivir aparte, alcanzo esa dicha inefable que ni siquiera vislumbra el hombre mundano. ¡Oh bhikkus!. No descanséis hasta haber logrado destruir el deseo». Cualquier estudiante se habrá dado cuenta de que estos deseos son especialmente fuertes durante la juventud y que la edad los va poco a poco mitigando. No hay mérito alguno en refrenar un deseo ya casi muerto.

Hemos de controlar los deseos y orientarlos a altos fines cuando todavía el Yo se halla en pleno vigor juvenil y ellos mismos en toda su fuerza, ya que sólo entonces nuestras facultades podrán liberarse por completo de la tiranía de las cosas exteriores para «asaltar el baluarte de la Realidad». Cuidado, pues, con la voz de sirena de nuestros deseos, que nos habla a través de la envidia, la mezquindad, el engaño y mil otros vicios que sólo mueren cuando muere el deseo. Eliminación del vicio Queda por ventilar la controvertida cuestión de la actitud que debe adoptarse frente a los vicios, entendiendo por tales los hábitos de la mente cuya desaparición veríamos con agrado. Digamos primero algo sobre la naturaleza del mal. Es cosa bien sabida que «todo cuanto somos es fruto de nuestro pensar, se cimenta en nuestros pensamientos, consta de nuestros pensamientos»; el mal no se exceptúa de esta regla. Ya lo dice Mahatma en sus Cartas a A. P. Sinnett: «El mal carece de existencia per se; es la ausencia del bien y existe sólo por aquel que se convierte en su víctima...

El verdadero mal procede de la inteligencia humana; su única fuente es el hombre que, con su razón, se disocia de la .Naturaleza. En la Humanidad, y sólo en ella, radica el auténtico origen del mal.
El mal es la exageración del bien, la progenie del egoísmo humano». Si aún subsistiera alguna duda sobre este punto, léase con toda atención el resto de la célebre Carta 10, de donde proviene nuestra cita. Según cierto pasaje de las Escrituras budistas, las fuentes del mal son; el deseo, el odio, el error y el miedo. En otras palabras, el hombre, cediendo al impulso de esas tendencias, comete actos cuyas consecuencias «kármicas» le desagradan, y por ello les da el nombre de «mal». Tales causas del mal son a su vez llamadas «vicios»; de donde se sigue que, para suprimir el mal, deben primero eliminarse las tendencias viciosas. El proceso de eliminación es doble.

Debemos empezar por disociarnos personalmente del vicio de que se trate o, diciéndolo con un término psicológico, «objetivarlo», para luego pasar a su destrucción mediante uno de los tres métodos que suelen proponerse con tal fin, escogiendo el más apropiado a nuestro caso particular. Se asegura que podemos llegar a dominar todo lo que consideramos independiente de nosotros mismos, pero que, al contrario, no tenemos poder alguno sobre lo que a nuestro juicio forma parte de nuestro propio ser. Así pues, antes de lanzarnos al ataque contra cualquier vicio, debemos, como quien dice, poner tierra por medio y mirarlo de lejos. Mientras uno se identifique, por ejemplo, con el odio que siente, le será imposible hacer nada contra esa pasión. Como ya hemos dicho, es lo mismo que si tratara de elevarse tirando de su propio cinturón.

Póngase el estudiante en el lugar de un hombre de ciencia e intente llevar ese vicio a «la mesa de operaciones». Examínelo, analice su causa, su índole, sus resultados... y afronte el hecho de que está tolerando que «eso» le domine mentalmente. Este ejercicio, que en realidad es una especie de psicoanálisis autodirigido, prepara en la mayoría de los casos el camino a uno de los tres principales métodos de eliminación arriba mencionados, todos los cuales tienen el mérito de no acrecentar la fuerza del vicio pensando en él. Ya hemos visto que el pensamiento es poder y que, por tanto, al pensar en una cosa tendemos a fortalecerla. Cada uno de los tres métodos — huida, sustitución y sublimación — resulta el mejor para combatir determinados vicios o defectos, por lo que en cada caso debe elegirse el más idóneo. Por ejemplo, no es posible sublimar la cólera, pero ésta puede fácilmente sustituirse por el amor. En cuanto a los pensamientos sexuales, lo más práctico es tratar de sublimarlos, mientras que a otras tentaciones se les hace la guerra huyendo de ellas.



1. Huida


Hay hombres que luchan denodadamente contra sus flaquezas, consumiendo no poca energía en ese continuo batallar. La voz del silencio puede servirles de autoridad: «Ahoga tus pecados y haz que enmudezcan para siempre, antes de levantar un pie para ascender toda Escala». Aunque es evidente que, con uno u otro método, todo vicio debe acabar por desaparecer, la elección del método adecuado incumbe al propio individuo. Este primer método consiste, como su nombre indica, en «rehuir» todo pensamiento acerca del vicio en cuestión y llenar al mismo tiempo la mente de ideas nobles; así, el vicio, como un fuego olvidado, se va apagando por falta de combustible. Desde luego, el ejercicio resultará mucho más fácil si se pone buen cuidado en evitar también todas las cosas, personas y lugares que tiendan a desviar la mente de su propósito y atraerla de nuevo al mal camino.

Así, el aficionado a beber huirá de los amigos que tengan la misma afición, y el vanidoso hará bien en apartarse de los aduladores. No hay por qué avergonzarse de este proceder, que parece poco valiente. ¿Qué necesidad tenemos de dificultar aún más la tarea de nuestra purificación moral?. El principio básico del judo, arte japonés de lucha fundado en la filosofía budista, se ha descrito con frecuencia como un modo de «vencer cediendo». De igual suerte, la mente que aprende a rehuir un mal pensamiento logra su propósito con mucho menos esfuerzo que si se enfrentara con él. No caigamos, con todo, en la trampa de imaginar que podemos suprimir un vicio dándole rienda suelta. Lo que se dice de la concupiscencia en La voz del silencio es aplicable a todos los males: «No creas poder jamás llegar a matar la concupiscencia cediendo a ella o saciándola, pues es una abominación inspirada por Mará. Si alimentas el vicio, éste crece y se fortalece, como la larva en el tálamo de la flor».



2. Sustitución


Muy parecido al método anterior, aunque no idéntico, es el de sustituir el vicio, cada vez que «asoma la cabeza», por la virtud o cualidad opuesta. Su esencia se resume en esta famosa frase del Dhammapada: «El odio no se extingue con odio, sólo se apaga con amor». Supongamos, por ejemplo, que alguien le resulta antipático. Trate primero de suscitar en su mente un sentimiento de puro afecto, que pueda evocar a voluntad. A continuación diríjalo con toda la fuerza posible hacia ese individuo, a intervalos regulares o cuando le venga su imagen al pensamiento. Con este ejercicio se obtienen resultados sorprendentes, pero sólo la experiencia puede demostrarlo.

En una primera etapa, la antipatía va disminuyendo poco a poco hasta que se disipa por completo; luego, también gradualmente, el que antes era nuestro enemigo se nos revela a una luz cada vez más favorable, pues el poder del amor nos hace ver en él virtudes hasta entonces desconocidas; y por fin, esa misma fuerza «se le contagia» y suscita en su espíritu sentimientos recíprocos. Todos cuantos han pasado por esta experiencia están de acuerdo en que constituye uno de los usos más bellos, por su pureza espiritual, del poder que posee nuestra mente. Recordemos que ésta no puede abrigar dos fuerzas contrarias a un tiempo; si la fuerza «buena» es su habitante ordinario, la opuesta será automáticamente rechazada. A la larga, todo este proceso se desarrollará de una manera maquinal. 

 3. Sublimación 

Un tercer método, el mejor para cierto tipo de defectos, es el de la sublimación. En Magic (Magia), de Hartmann, hay un sabroso pasaje, citado en Practical Occultism, que lo explica bien: «La energía acumulada no puede aniquilarse; debe transferirse a otras formas o cambiarse en emociones distintas; ni puede seguir existiendo en estado de inactividad. Es inútil tratar de resistir a una pasión que no somos capaces de controlar. Si la energía que esa pasión va acumulando no se encamina por otros cauces, aumentará hasta ser más fuerte que la voluntad e incluso que la razón. Para controlarla, debemos encauzar dicha energía por otro canal, un canal superior. Así, el amor cuyo objeto es bajo o grosero puede enderezarse hacia algo más elevado, y el vicio transformarse en virtud cambiando simplemente el fin a que tiende». Este método es el mejor para aprender a dominar esa fuerza creadora que, en el plano físico, llamamos sexualidad. 

La raíz de los «problemas sexuales» parece ser la incapacidad de distinguir entre dominio y supresión. Es posible llegar a contener el torrente más impetuoso, pero ni siquiera puede hacerse lo mismo con el más humilde de los riachuelos si no se da alguna salida a su energía. Así sucede con el impulso sexual, fuerza creadora, de por sí pura, impersonal y tan natural como el agua que discurre por el lecho de un río, pero también a veces inquieta y turbulenta como el mar. En el plano físico recibe el nombre de impulso o instinto sexual; en el de las emociones se traduce por el temperamento artístico, el entusiasmo y cualquier tipo de fuerza emotiva; por último, en la esfera de la mente constituye lo que muchos denominan espíritu o «soplo» creador, esa tendencia responsable de todo lo producido por el hombre, e incluso de él mismo.

En esto radica la esencia de la sublimación, es decir, en escoger el canal por donde queremos que fluya toda esa fuerza. Se trata de transferirla poco a poco de un nivel puramente físico a niveles superiores, gracias a un autodominio y vigilancia incesantes.
En los tres métodos que acabamos de examinar, y que no son sino aspectos de uno solo, óptese por lo que parezca más adecuado para erradicar el defecto que molesta, sin acceder a componendas de ninguna clase. Es mejor fracasar en nuestro intento y admitir claramente el fracaso que triunfar recurriendo a transacciones turbias y medios engañosos. 

En cualquier etapa de la ascensión por la Escala del Devenir hay siempre algo que. en esa etapa precisa, está bien o está mal. Persígase el bien sin la más mínima vacilación, cueste lo que cueste a la propia personalidad y digan o piensen los ignorantes lo que quieran. No hay nada vergonzoso en el fracaso, sino sólo en la cobardía de no intentar la empresa. Vale más fracasar mil veces en la tentativa de alcanzar un ideal claramente percibido que lograr una victoria mediocre y deshonrosa pactando con el enemigo. 
Como escribió Tennyson en su Oenone, nuestro ideal debe ser Vivir conforme a una ley aplicarla sin temor; y pues lo bien está bien, ir en pos de tal bien, con sabio desdén de las consecuencias.

Christmas Humphreys

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